Hay un lugar mágico enclavado en un valle amarillo y rodeado de la muralla árabe que aún queda en pie, al que íbamos de pequeños cada verano. Ya os he hablado de él. Se llama Brihuega.
De él quiero volver a hablaros hoy, ya que, después de al menos veinte años, hemos vuelto toda la familia junta, un fin de semana.
Tan sólo traspasar los límites del castillo de Torija y tomar la carreterita que lleva al pueblo, la memoria va haciendo un recorrido por todos aquellos kilómetros. Los que nos parecían a algunos, casi malditos, pues tras el viajecito, en el que mi hermano solía acabar por echar la última papilla y los demás no le dejábamos sólo en aquel trance, parecía que no iba a llegar nunca nuestro destino.
Mi padre nos contaba las gestas de siempre. Que en la llanura amarillenta que no alcanzabamos a abarcar, se celebraron al menos dos gloriosas batallas, cuyos muertos reposan aún en la tierra, que una vez, incluso, fue propiedad de su familia.
Buscaba siempre el palacio de la Matilla, del bisabuelo Luis, que nunca, ni en éste último viaje, pudimos ni adivinar, puesto que son los centros comerciales y las grandes superficies de muebles o bricolaje los que ahora se levantan en el camposanto de nuestros recuerdos de antaño.
Pasados los trece kilómetros de llano, entrabamos en el valle escarpado. Allí nos esperaban las Heras, a la entrada. Luego, los soportales que conducen a la plaza del Coso, donde seguramente, las tías, estarían en el balcón, que da al Ayuntamiento. Unos metros más y nuestra calle, la casa del tío Gonzalo, la aldaba de la abuela Flora, el portero automático de tiempos pretéritos.
Una voz cantarina que pregunta, "¿quién es?".
-"Gente de paz", contesta mi padre, mientras se oye una risa al otro lado.
Las escaleras de madera y azulejos, el pasillo interminable hacia la galería, y por fin, la huerta de la abuela. En ella las parras llenas de uvas muy verdes todavía, pero que nos sirven para jugar a las casitas, la piscina, para que la hinche papá (que la abuela no tiene fuelle ya), las sillas y la sombrilla descolorida, el Rincón, el columpio donde cabemos hasta dos,los triciclos metidos todavía en la cueva, al lado del pilón.
La tía Carmen asomada a la verja, subida en una silla que desde su jardín, da al nuestro.
-A ver, caraduras, ¿ya habéis venido a molestar a la Flora?.
Mis hermanos ni se paran a saludarla, ya andan con el coche de los tíos, oxidado pero que tirando de una cuerda aún funciona, dando vueltas alrededor de los parterres de la huerta.
Mi madre ha desempaquetado los trastos de todos en "el cuarto de los palios", que compartirán mis padres con mis hermanos. A mi hermana y a mí, que ya somos mayores y unas señoritas casi, nos han adjudicado "el cuarto de las rayas", donde nuestras camitas, cubiertas con sus colchas azules y bancas a franjas, nos esperan hechas ya.
Pero, es hora de cenar y hay que lavarse las manos. La abuela amenaza con el estropajo en ristre, si no nos las lavamos nosotros y pasamos su aprobación. Antes de sentarse a la mesa, nos repeina con su peine de puas, que hace daño. Hasta nos da un poco de colonia.
-"Bendecid señor los alimentos que por fín vamos a recibir", recita mi padre, imitando la cara de resignación de mi abuelo, que cuando vivía, solía poner, viendo finalmente las fuentes repletas en la mesa.
Cenamos alrededor de una mesa de madera vieja, con las patas labradas y en sillas con rejilla y adornos florales. La sopa calentita, a esas horas, frescas, aunque estemos en Agosto, aún me recuerda lo poco que me gustaban los fideos, aunque mi abuela era una excelente cocinera.
Unas rodajas de merluza rebozada, flan de postre y a la cama. Los mayores tienen que hablar, nos decían para empujarnos a acostarnos, a ponernos los pijamas, cepillarnos los dientes y dejar de dar la lata.
El cuarto de las rayas estaba al lado del comedor, donde los mayores hablaban de todas aquellas cosas secretas que los niños no podíamos oír. Mi hermana y yo nos moríamos por decubrirlas. Por eso, calladitas y pegando el oído, tratabamos de descifrarlas a través de un muro tan grueso, que ni un murmullo dejaba pasar.
Mis hermanos, si superaban la barrera imposible que suponía cruzar el pasillo entero de baldosas rojas, descalzos y deprisa y corriendo, se colaban alguna noche, en el colmo de la valentía, en nuestro cuarto, para compartir unos minutos más de noche, todos juntos.
Nos metíamos en las camas, de dos en dos, a contar historias de miedo que seguramente, en la Cámara de los Leones, en ese preciso instante, estarían viviendo los mostruos y los malos que habitaban sus paredes.
Algunas veces los fantasmas del pasado, otras el protagonista de alguna película de miedo que habíamos visto en casa de los abuelos y la mayoría de las veces el mismo miedo que avivaba nuestra imaginación a dar forma a mil y un peligros que en esa casa vetusta, rota en sus paredes y sus pasillos fríos y oscuros, acecharían por todas partes.
Nos apretábamos y hasta nos reíamos a carcajadas a veces, que ni los muros conseguían acallar, y venía mi padre a llevarse a los diablillos de las orejas.
Era hora de dormirse, de soñar que mañana, el pan calentito, las tazas de cola cao y la miel mezclada con mantequilla, nos esperaban en la galería en nuestros sitios de la mesa.
Luego, un día entero para jugar en el jardín. Para inventar historias en el Rincón, para bañarnos en la piscina amarilla. Comer, echarse la siesta, interminable y siempre bajo estricta vigilancia de una abuela implacable, que por fregar la cocina, se atrincheraba a la puerta y no nos dejaba ni salir ni dar una voz más alta que otra. Levantarse a dar una vuelta por la tarde a casa de las hermanas de mi abuela o acudir a casa del tío Gonzalo a hacer la visita.
En esa misma casa oscura, donde entrábamos agarraditas de la mano de la abuela, mi hermana y yo, para no tocar nada, a aquel salón donde la mesa grande rodeada de sillones, con las alacenas llenas de cacharros, bandejas y jarritas, no dejaban de sorprendernos, por mucho que las veíamos. En esa misma casa donde visitábamos a los tíos abuelos, Gonzalo y Carmen, sentados bajo los cuadros gigantescos del Tío Angel, en un sillón desvencijado de terciopelo.
En esa casa misteriosa, donde los escalones había que escalarlos más que subirlos, y donde nunca subimos al piso de arriba, pues estaba lleno de misterios, llegamos este fin de semana, después de tanto tiempo.
Eramos nosotros, los mismos personajes de entonces, los mismos niños y padres que veníamos a pasar unos días de nuevo en Brihuega.
El escenario era el mismo, sólo que ahora convertida en casa rural:" La casa de Don Gonzalo". Los personajes también, aunque algo cambiados. Los padres eran ahora los abuelos y los niños los padres, los mayores aquellos que tenían sus secretos, que sus hijos ahora no pueden compartir.
Ellos acompañados por otros, claro. Nuevos personajes que no habían visto nunca a la abuela Flora con su bata y sus trapos en los pies para ir limpiando las baldosas del suelo mientras pasa el plumero. Que no acudieron a casa de las tías a ver los toros del encierro corriendo por el Coso. Que no se emocionaron cantando a la Virgen de la Peña, cuando salía en procesión el 15 de Agosto, y empezaban las fiestas, los cabezudos y los Gigantes, las ferias en las Heras.
Mi marido, mi hijo, mis cuñados y mi sobrina habían aparecido como por encanto en aquél escenario que fue nuestro un día, y ahora parecía un pedazo irreal de recuerdo. Un sueño compartido por todos, que por ser recordado con emoción por más de uno, se convertía en parte de nuestra historia: de nuestra historia real no olvidada.
Recorriendo las habitaciones, recuperando con nuestro entusiasmo cada uno de los detalles, lo que aún queda de entonces, volvimos a ser nosotros mismos, los que fuimos y creímos perdidos, y sin embargo siguen estando en nuestro interior y todos reconocen cuando nos ven pasar.
Y seguramente, las casas, aquellas casas solariegas, que un día fueron una sola, solapan los recuerdos al volver a vernos, recorriendo sus miembros entumecidos.
Confunden a aquellos antiguos habitantes, Fernando y Flora de entonces, con mi padre y mi tía Carmela. De pie en la galería, juntos sonriendo para una foto, tuvimos algunos que abrir y cerrar los ojos atónitos, creyendo que volvíamos a ver revivir a aquellos que conocimos y ya no están.
No digo nada a mi hijo y mi sobrina, corriendo por la Huerta, como mi hermano Luis y mi hermana se tratara, y no hubiera pasado el tiempo. Siameses en la memoria, costaba imaginar si habíamos dado un salto en el tiempo y volvíamos a verlos correr.
Mi hermano Fernando, con sus gafas y su cámara en ristre, bien hubiera podido ser mi padre hace ya unos años, cuando todavía era moreno y nos hacía fotos con su cámara Reflex.
¡Que cruel es a veces el tiempo, y qué generoso a la vez!, descubro estos días al volver a dormir en esos jergones antiguos, a escuchar las campanadas de Santa María dando los cuartos, a media noche, o escuchando el silencio de los pueblos, que no lo es nunca, pues crujen los muebles o las escaleras. Son los recuerdos de aquellos que no pudieron irse de la memoria de esas casas que se deslizan por sus pasillos, que se sientan en sus sillas y toman el té a media noche. Se resisten a dejarlos marchar y quedarse huérfanas.
Aquellos personajes que llegaron a querer, que impregnaron sus paredes de imágenes, de cuadros o de firmas. Aquellos que soñaron con ser mayores en sus camitas, o columpiándose en el jardín, escuchando de fondo las conversaciones de aquellos.
Aquellos que se quedaban hablando en la galería, de lo que sería de ellos en el futuro, están aquí, compartiendo un espacio robado al tiempo.
Todos y algunos más, seguimos aquí, mayores ya, cargados de estos y otros recuerdos. Felices al volver a un lugar que nos reconoce, nos dá la bienvenida y sobre todo, nos recuerda lo que fuimos y seguiremos siendo...