martes, 23 de agosto de 2011

De canicas que acaban por aparecer y pájaros que cagan morado..

Me he despertado esta mañana con un ruido seco.
Ha sonado más bien a melón cayendo desde la mesa de la cocina al suelo para romperse al menos en dos mitades. Luego ha seguido un aullido leve y prolongado que ha terminado con un me cago en el puto desorden, esto no hay quien lo aguante.

Me he levantado sin gafas y he salido al borde de la escalera. Entre tinieblas he adivinado a Antonio a mitad de camino por los escalones. Se había caído de culo.
-¿A que no adivinas dónde estaba la caniquita del niño, esa que no encontrábamos?.

Estaba claro que todo acaba por aparecer, por mucho que los duendes lo requisen. No siempre en los lugares más convenientes. Si bien estaba claro que la encontraría mi querido esposo, que es especialista en esta clase de prendas, lo que no estaba tan claro es que rodaría escaleras abajo.

Le he agarrado y ayudado a sentarse en una silla que inexplicablemente estaba vacía. No tenía ni ropa tendida y medio mojada porque ayer llovió, ni los pantalones de Miguel tirados, ni siquiera el ordenador medio abierto, como acostumbra a soportar.

Antonio gemía de dolor, pero sobre todo juraba en arameo las mismas cosas de siempre. Que así no se puede vivir, que no entiende el desorden y que tarde o temprano tendremos que enfrentarnos con la realidad...

Yo no le oigo ya, o mejor dicho, no le escucho. He ido arriba descalza a por mis gafas, agarrada a las paredes de la escalera para no caerme yo también.
Las he buscado en la mesilla pero no están, y luego a tientas por el suelo, con miedo a que Daniel se despierte en su cunita y se ponga a berrear.
Con ellas puestas y ya a cuatro patas he buscado mis zapatillas y algo que echarme encima. Hace fresco a las seis de la mañana en la sierra, aunque todas las ventanas están cerradas.

Daniel me ha escuchado. Especialmente porque me he chocado de bruces con su cuna.
Ayer Antonio estuvo meciéndole a las tantas y no ha dejado en su sitio la cunita, asi que claro, entre las sombras he tropezado con él.

Berrea vigorosamente. Quiere el biberón, que si hubiera estado lleno y en su sitio, seguramente se lo habría tomado sin rechistar. Pero, efectivamente, no está ni en su sitio ni lleno, así que, ya sé lo que me toca.

Mientras berrea a lo bestia, me llama Antonio desde abajo preguntándome por el lilimento de la espalda y Miguel gime que en esta casa no puede dormir. No contesto ni a uno ni a otro y me concentro en la búsqueda de la leche de Daniel y la botella de su agua, que ni que fuera el Santo Grial.

No está en la mesilla ni en el cuarto de invitados ni en el despacho, donde a veces la pone Antonio para prepararla a las tres de la mañana.
Me bajo abajo para descubrir que inexplicablemente está en la repisa del baño y que la botella está vacía.
Encomendándome a los dioses porque Daniel y sus berridos van a despertar a los vecinos de al lado, que duermen justo pegados a su cuna, busco en el garaje una garrafa de agua mineral, porque la otra se ha acabado.

Con la garrafa en la mano, Miguel se ha presentado en la cocina sin pantalones y descalzo. Tiene fiebre y dice que tiene mucha sed, que le de Acuarius.
Dado que su padre está liado con el armario del pasillo, derrotando a las medicinas a base de mamporros, mientras busca el Calmatel para darse unas friegas en las espalda, no tengo otra opción que ponérselo antes, escuchando un berreo insoportable.

Le doy el vaso y cojo los aperos para subir arriba a hacer el biberón.
Con el bote de leche, la garrafa y con el babero en los dientes subo por la escalera traqueteando.
Daniel parece que va a perder un pulmón de tanto gritar.

Busco un mesa para apoyar la garrafa y echar el agua en la botella más pequeña, y trato de hacerlo no sin derramar agua encima de los bodys limpios de Daniel.
Echo los polvos de la leche y cierro mal el biberón, porque entre las prisas y los alaridos de mi marido que se ha tirado el café ardiendo en un pie, no sé ni cómo consigo atinar con nada.

Miguel se rie abajo viendo a su padre en pleno ataque de nervios. Daniel sin embargo no tiene tal sentido del humor.
Le encajo la tetina en la boca, acallando el berrido estridente y alcanzando un segundo de calma. Segundo porque dura poco, pronto me doy cuenta de que la leche se está derramando más en las sábanitas del niño que en su propia boca y encima se está poniendo perdido porque he olvidado el babero no sé dónde.

-"Soy un desastre de madre", le confieso a Daniel que lejos de molestarse, está muerto de risa con la boca y el cuello lleno de leche.
No querrás creerlo, pero me paso el día recogiendo juguetes, limpiando y recogiendo los desastres de la casa. No lo parece, ¿verdad, enanito?. Más me valdría esparcir el polvo y las telarañas durante el día, como Lily Monster, para que hiciera todo juego en mi mansión tétrica.
Quizá así hasta pudiera presentarla a un concurso, pienso divertida, imaginando que por un momento fuera un mérito eso de tener una casa patas arriba en lugar de una tortura que todos padecemos, no precisamente en silencio.

Daniel se toma el biberón él solito. Mientras lo hace, recojo los Playmobil que ha dejado Miguel desperdigados por el suelo. Por lo visto estaban buceando por el mar, mientras el barco estaba anclado en la bahía de la alfombrilla del baño.

Antonio no encuentra su camisa planchada, sencillamente porque no las planché ayer.
-No tuve tiempo, cariño, me disculpo, recordando que tampoco hice la cena y que acabamos comiendo una pizza que calentó él mientras trataba de dormir a Daniel porque estaba imposible.

Sin atreverse ya a reprocharme nada, se pone una arrugada y el pantalón vaquero que se sostiene solo de pie. Yo, en compensación, tampoco le reprocho que haya dejado el baño hecho un desastre, pues bastante tenemos con sobrevivir.

Cuando se marcha, no sin darme un beso y diciéndome que no me preocupe, que todo esto es eventual y que ya aprenderemos a organizarnos, miro a mi alrededor con desolación comprimida.
No recuerdo el salón recogido o de qué cólor era el sillón cuando lo compramos.
No recuerdo la vida ordenada o por lo menos con todo en su sitio.
No recuerdo una mañana sin incidentes o el armario con los vestidos colgados, las camisas planchadas y los pantalones clasificados al menos por las estaciones del año.Quizá nunca lo estuvieron, quien sabe.

Si recuerdo un tiempo en el que todo era más fácil, o por lo menos lo parecía. Mañanas donde sonaba el despertador y te ibas a trabajar sin penar más que en el metro o en qué ibas a dar en tu clase de las nueve.
No había biberones que hacer, ni juguetes por el suelo. No había canicas ni coches decorando tu salón. Dormías de un tirón y limpiabas los sábados por la mañana, sobre las doce o la una, con el aspirador y el trapo del polvo por encima de la tele y los adornos.

No es que añore esos tiempos, ahora que me veo a través de los churretes del espejo en el baño o me escondo entre camisetas amplias y vestidos sueltos que sean sufriditos, para que no se vean las manchas de babas que me deja Daniel.
O quizá sí.

Sin embargo, no tengo mucho tiempo para reflexionar. El que tengo me hace falta para seguir adelante, derrotando a las manecillas del reloj.
A eso de las once, después de la pelea con el desayuno y las camas deshechas, cuando el sol parece asomar por la ventana, a aparecido por detrás un pequeño estratega lleno de churretes. Se ha agarrado a mis piernas y casi me hace caer.

Antes de que le regañe, me explica sus razones. Viene a que juguemos a algo con la caja mágica de la imaginación. Dice que Bob Esponja se lo pasa bomba con Patricio con esas cajas que apiladas en el garage no valen ya para nada.

Dejo los cacharros del desayuno y la cena de ayer en la pila para alcanzarle una de esas cajas de los pedidos de Carrefour. Con ella nos hemos sentado en el suelo y como no cabemos, la hemos puesto como un toldo sobre la cabeza.
Daniel desde su sillita, se parte de risa porque aparecemos y desaparecemos sin que pueda explicarse cómo lo hacemos.

Mi hijo mayor me explica que Daniel quiere entrar con nosotros y lo cojo en brazos.Los tres hemos empezado el camino hacia las estrellas en una nave espacial.
Lejos ha quedado el desorden, los juguetes desperdigados, la mesa a medio poner o el biberón sin terminar. Las camas hechas donde Miguel ha saltado hasta el techo, el polvo en las estanterías y los muslos de pollo que he dejado para que se descongelen en la encimera.

Miguel pilota la nave mientras su hermano nos deleita con una charla amena que no entienden más que los alienígenas que van pasando mientras surcamos el espacio del pasillo.
De pronto, desde las cristaleras del jardín hemos visto pasar un pájaro enorme que se ha posado encima de las sábanas limpias.
Miguel ha abierto la puerta y el pobre ha echado a volar.

-Hala mamá, ha cagado morado, me dice como si tal cosa. De sobra sabemos que cuando hay moras en el monte, son las sábanas las primeras en enterarse.

Cojo el teléfono, que ha sonado más de diez veces y no lo encontraba, riéndome a carcajadas. Es mi madre.

-¿Qué tal estáis?, me pregunta extrañada, pues hay un jolgorio a este lado del hilo que no entiende.
-Pues nada, por aquí en la casa Monster, navegando entre el polvo y el desorden. Con todo patas arriba.

Mi madre se queda callada, pensando seguramente que me entiende muy bien.Que todavía recuerda aquellos tiempos en que era ella Lily Monster y nosotros sus mostruitos.

-Pero, te veo contenta, me dice extrañada, pues normalmente no es así como contesto.
-¿Qué quieres, madre?, o me asimilo al entorno o me vuelvo loca. Y yo, como tú he acabado por comprender, que no me queda otra. Por eso me río.
-¿Por eso?.
-Por eso, por las canicas que siempre acaban por aparecer y porque hemos descubierto que los pájaros cagan morado...




jueves, 18 de agosto de 2011

El eco de los Templarios.

Juana miró hacia la lejanía con la mirada melancólica.
Sus informadores le habían dicho que su las huestes de su hermano Rodrigo se acercaban al galope por lontananza. Se dirigían sin duda hacia el castillo donde ella aguardaba serena.
Sabía que venía a reclamar sus derechos de sucesión y que no escatimaría en prendas contra ella con tal de que volviera a ser suyo.

No es que estuviera excesivamente preocupada. Confiaba en sus caballeros, el castillo tenía sólidas resistencias y las almenas podían albergar lo menos dos centenas de lanceros. Por si eso fuera poco, tenía el beneplácito de los Reyes y el apoyo incondicional de los señores de Castilla.
El origen de su preocupación era más bien una cuestión de conocimiento de su propio hermano. Su carácter y sobre todo de tozudez, le eran de sobra conocidos. Rodrigo no se rendiría, no acataría órdenes de nadie, ni siquiera de a quienes había prometido rendir vasallaje.

Por sus venas corría ese tipo de sangre que ansía ser derramada por el honor y la gloria de quien sabiendo que la causa bien lo merece, es incapaz de serenar su cauce.
Era sangre templaria, o al menos eso le habían dicho su entendimiento y también sus pesquisas. Juana no había escatimado en medios con tal de entender a su hermano, pero no estaba del todo segura. Y si bien su fiel ayuda de cámara, Sancho, le había espiado, nunca había sabido con certeza si estaba en lo cierto.

Sancho la había informado de sus reuniones con cierta frecuencia. Rodrigo acudía siempre disfrazado, al amparo de las sombras y jamás hablaba con nadie de tales encuentros.
Si alguna vez ella le preguntó, su hermano había sabido responder con evasivas. Juergas entre compañeros, conspiraciones secretas para urdir algún plan de conquista o simples devaneos de caballeros, que no encontrando en sus esposas alivio, se lanzaban hacia barrios de fama probada con mujerzuelas ataviadas con picos pardos.

Juana no se engañaba. Si bien nunca pudo probarlo, su corazón le decía que su hermano pertenecía a una sociedad secreta. Alguna vez, siendo niña, recordaba haber oído alguna frase intrigante: Santo Grial, secreto escondido, Maese del Temple, cosas que no acababa de comprender porque sus mayores siempre decían que eran cosas prohibidas; pecado mortal.
Su padre una vez, cansado ya de su insistencia, quiso curarla de su delirio confesándole que el Rey no permitía ya semejante órden.

Estaba en lo cierto su progenitor. Prohibida desde antaño en Castilla, los monjes guerreros se habían desperdigado por la estepa si no habían acabado muertos.
Pero, Juana sospechaba que seguían existiendo en la sombra. Que aunque en las crónicas y manuscritos se insistía en que se habían disuelto, la órden del maese Rodrigo Yánez, que entregó el castillo donde vivían ahora su familia y descendientes, los nobles Osorio, no había desaparecido del todo.

Fue en el siglo XIV, un siglo antes de que Juana mirara aquel atardecer por la ventana, pero aún escuchaba el eco de aquellos lamentos.
Desde la ventana de la Torre del Homenaje, viendo la villa de Ponferrada apagar sus velas y empezar su jornada de sueño, escuchaba el susurro del viento, que aún lloraba la muerte de aquellos hombres santos que prefirieron morir que entregar su secreto.

Rodrigo Yánez le susurraba al oído que jamás se rendirían, que jamás aceptarían el chantaje de la iglesia y mucho menos de la mano ejecutora que sacaría provecho.
Juana apenas podía entender a qué se refería Rodrigo, que curiosamente, tenía el mismo nombre que su hermano.
Pero, sentía con violencia su tozudez, su insistencia. Intuía en su alma blanca y pura que nada era más importante que mantener un secreto, luchar por lo que se desea y morir si hace falta en el intento.
Era escalofriante recordar las palabras de su propio hermano.

Quizá su hermano no quería el castillo como ella suponía. Deseaba desentrañar un secreto, algo oculto, escondido, enterrado desde antaño para no ser descubierto.

Juana, que teniendo fama de bruja entre sus familiares, demasiado ciegos para comprender que una mujer también tenía la facultad de pensar con la cabeza, supuso, mirando el astro brillante claudicar a su suerte diaria, que su morada debía ser interesante en más de un sentido.
El lugar donde había nacido y crecido, corrido y jugado con su hermano, escondiéndose de sus mayores, albergaba algo más que viejos libros, vestiduras de Templario y la crónica de aquellos caballeros monjes. Aquellos muros descoloridos y fuertes, que habían soportado más de un asedio, escondían el eco de voces que había silenciado el tiempo, secretos que no debían ver la luz.

Quizá su hermano sí sabía de qué se trataba, o quizá todavía no, pero presuponía que era extremadamente importante.Quizá por ello se había enfrentado a reyes, a voluntades paternas e incluso a ella misma. Y necesitaba entrar en el castillo, recuperar su identidad perdida. Recuperar ese secreto le llevaría por el camino recto hasta conseguirlo.

Rodrigo no se detendría, no dejaría de luchar, no claudicaría hasta la muerte, resolvió viendo aparecer a los primeros caballos ondeando el pendón de su familia.

El capitan de la guardia estaba esperando a su espalda. Había olído su fuerte olor corporal antes de escuchar sus palabras.

-Milady, todo preparado. Esperando que dé la orden para prestar batalla.

Juana tragó saliva un segundo antes de darse la vuelta.
Incomprensiblemente no era capaz de pronunciar palabra.
El capitán iba a volver a hablar cuando Juana pronunció una frase incomprensible.
-No opongan resistencia. Que un emisario traiga a mi hermano al castillo para parlamentar.
-Pero, señora, ya hemos agotado todos los cauces diplomáticos, su hermano no querrá pactar nada más que la derrota incondicional del castillo.

Juana lo sabía de sobra, su hermano había querido siempre ese Santo Grial que por una razón u otra, creía emparedado entre los muros del castillo.
Ella nunca había buscado tan grande honor o tan osada prebenda, quizá su vida carecía de gran sentido por ello.
-Déjenle entrar, yo hablaré con él por última vez...

Las crónicas de la época, hablaron de un asedio que sin cobrarse víctimas, rindió el castillo de Juana de Osorio. En su lugar, su hermano Rodrigo ocupó la plaza durante meses.
Dicen que su victoria no tardó en vengarse. Los Reyes Católicos no pudieron permitir que su dueña legítima no cumpliera la voluntad de su verdadero señor y le fueran devueltos sus bienes, como Dios manda.
De Rodrigo nunca más se supo. Si acaso fue visto, en tierra Santa sería el sitio donde seguramente habría encontrado lo que había ansiado toda su vida. Su ansiado Santo Grial.

viernes, 5 de agosto de 2011

Conversaciones con el Tajo

Entre el cielo y el suelo, navegando con los veleros que surcan el Tajo y con la mente abstraída de todo, he aprendido a hacer un hueco al silencio. He aprendido a surcar los océanos con la mente, a caminar descalza por el césped o a escuchar la voz de mis adentros, sin escuchar las voces que a mi lado se hacen sordas y pequeñas,por mucho que me importen.

No tiene mucho mérito. Yo creo que es una habilidad que desarrollamos las madres por instinto. De otra manera, nos volveríamos locas. Locas por el sonido estridente de los juguetes que pitan sin parar, por la voz chillona de un mico de cinco años que cuenta lo mismo más de cien veces o el berreo de un bebé que para expresarse, martillea tu mente y tus pobres tímpanos, porque no sabe hacerlo de otra manera.

Quizá por ello, porque ya había abierto un hueco a mi silencio, encontré la manera de desconectarme de Miguel que me agarraba cada vez que escalaba la pared hasta mí para tirarse por el otro lado o del berreo de Daniel, que pedía un biberón y su padre le preparó a orillas del Tajo, en la misma Plaza de Comercio de Lisboa.

En ese silencio escuché el eco de la voz del Tajo.

-Ya estás de vuelta, amiga, me dijo con su tono profundo y sereno.

-Son muchas veces ya, le dije feliz, complacida al comprobar que me había reconocido por mucho que había cambiado. En el fondo las golondrinas aprenden nuestros nombres, quise decirle al señor Bécker, al escuchar que me llamaba por mi nombre.

Con la imaginación, abriendo una pantalla invisible que ambos podíamos compartir, me vi la primera vez que me asomé a sus aguas.

No fue una vista muy agradable, pues me asomé al mismo balcón que ahora compartía con mis hijos, para echar la pota, como se dice ahora vulgarmente.
Fue hace casi veinte años, reconocí ruborizada al río, a medio camino entre la verguenza de mi inoportunidad y la coquetería, pues aún tenemos la esperanza las cuarentonas de parecer un poco jóvenes todavía.

Era la primera vez que pisaba Portugal. Fue en un viaje organizado, de esos que hacíamos mi hermana y yo cada verano, empeñadas como estábamos en ver el mundo y sus rincones. Ahorrábamos todo el año y si las notas no eran malas, nuestro padre completaba el resto del importe. Nos pasábamos al menos quince días traqueteando en autobus por la vieja Europa, divisando desde la ventanilla los cientos de paisajes que, al menos yo, jamás he olvidado y que me hicieron creerme, un poco más, lo que ya Sócrates denominó: ciudadana del mundo.
Llegando al Tajo, después de una noche en blanco de Fados y discoteca, mi maltrecho estómago no pudo soportar la visión de un Lisboa sucio y polvoriento, horadado por tranvías que ahujereaban sus suelos empedrados y sus casas con la ropa tendida y grisacea por todas partes.

Hube de reconciliarme con Lisboa, y sobre todo contigo, Tajo, años después, cuando me acerqué de nuevo a tus aguas, a la altura de Belem. Entonces ya era otra persona. Intentaba explicarle a mi amiga Athiná, griega de nacimiento y políglota por añadidura, la diferencia que existe entre el verbo ser y estar en español, que tanto trabajo cuesta diferenciar a los extranjeros.
En animada charla (que por cierto, he vuelto a repetir en contadas ocasiones), con la mochila en la espalda y los pies colgando de un bordillo, debajo del Momumento a los Descubridores, me miré en tus aguas por primera vez.

Joven todavía, aventurera de nacimiento y descubridora de mi misma en los rincones que iba visitando, me reconocí sóla y sin identidad definida.
Amiga de personas diferentes, que me ofrecían visiones diferentes del mundo. Deseosa de descubrir entre los restos olvidados de una ciudad perdida, una parte de mi misma. Garabateando mis pensamientos en hojas de cuadritos que acababa perdiendo siempre, reconocí ante tus aguas que me faltaba una parte de mi misma que completara mi mitad.

Tardé mucho tiempo en encontrar esa mitad. Tanto que todo se volvió doblemente especial al volver a tus aguas. Era incapaz de recordar la ciudad polvorienta y caduca que había adivinado en mis anteriores viajes, para convertirla en el rincón del mundo más romántico y apasionado que había visto jamás.

Sin el dolor de pies que ahora me acompaña, de la mano de la pasión, la ilusión y el amor recién redescubierto, recorrimos de la mano andando parte de tu cauce, sin reparar en que anochecía y que la oscuridad se abría paso entre las nubes encarnadas y el sol se ponía por fin.
Encendiste tus velas y un violín parecía sonar en la lejanía. Ya no me miré en tus aguas sino en los ojos de quien habiendo entendido que tenía que traerme precisamente hasta ahí, se instalaba a sus anchas en mi corazón, para siempre.

Feliz, di gracias a tus aguas. Y te prometí volver con nuevas buenas, de una vida que prometía encauzar sus aguas por derroteros que siempre quise recorder y reconocí hacía largos años, cuando hablaba mitad español y el resto en inglés con mi amiga griega.

Cumplí mi promesa con la llegada de mi primer hijo y también ahora, con la llegada del segundo, y entre medias, vine a llorar la pérdida, la ausencia, el dolor contenido por la decepción y sobre todo la sensación de fracaso, cuando la vida se encargó en demostrarme con toda su crudeza, que nada es tan bonito como en los sueños que creemos que se hacen realidad.

He sido soltera, soñadora, princesa de cuento que viene con su caballero. Madre de familia, doliente pensadora y dolorida con la vida y los demás, mirándome en tus aguas. Siempre la misma, por mucho que cambiara el color de mi pelo, mis gafas que ahora me identifican, mi condición personal o mis sueños.

Tú has sabido siempre reconocer entre el barullo de turistas, mi presencia. Reconocer mi eco silencioso y lejano invocando el espíritu de un río bravo e imponente, que sabe que acaba su camino unos pocos kilómetros allá, muriendo en el mar.

Y hoy, asomada de nuevo al balcón de tus flancos, con la mirada fija en el horizonte, he girado la cabeza para comprobar, que los ojos de una mujer mayor me miraban con ternura. Con su moño plateado y una sonrisa de oreja a oreja, detrás de Antonio, que tranquilo, estaba concentrado en el biberón de Daniel, me miraba fijamente, sujetando a Miguel que por enésima vez subía por las piedras salientes del otro lado y pasaba por encima de mis rodillas para caer al suelo y cumplir su misión secreta.

-"Congratulations for this beatifull family"-se acercó a decirnos con un fuerte acento que no supe si era flamenco o alemán.
Sí que es beatifull, sí, quise decirle a la mujer, pero me quedé a medio camino, tratando de comerme el nudo que apretaba mi garganta con la fuerza de la emoción.

Hubiera pensado que sólo el río y yo compartíamos mi felicidad, pero me equivocaba.
A mi lado, mi compañero de fatigas, áquel que me acompañaba siempre, intuyó que en un momento, yo había vuelto a reconciliarme con mi misma y con mi vida, como tantas veces.

-Volveremos pronto, ya verás- me dijo guiñándome un ojo.
Aquí o a tantos otros lugares mágicos que te recuerdan todavía.

-Me recuerdan...-dije emocionada, con lágrimas en los ojos.Recordando que se equivocaba el poeta, que las oscuras golondrinas que recuerdan nuestos nombres, sí volveran...

HOLA A TODOS, CUARENTONES Y DEMÁS ANIMALES...

QUERIDOS CIBERNAUTAS.
CONFIESO QUE ME HE LANZADO SIEMPRE A LAS MÁS TREPIDANTES AVENTURAS. HOY EMPIEZO OTRA, QUE PARA MÍ ES DE LO MÁS INTERESANTE Y ARRIESGADA: ESCRIBIR MIS IMPRESIONES Y MI VIDA POR INTERNET.
¿YO?. YO, QUE SOY CARNE DE DIARIOS ESCRITOS A PLUMA Y RATÓN DE BIBLIOTECA. YO, QUE ANTES DE BUSCAR UN DATO EN EL GOOGLE, SOY CAPAZ DE REVOLVER LA CASA ENTERA PARA ENCONTRARLO EN MIS LIBROS...
SIN EMBARGO, AHORA QUE ESTOY YA EN EDAD DE MADURAR, AHORA QUE HAY QUE IR CON LOS TIEMPOS Y QUE PARECE INEVITABLE EL DECLIVE, BUSCO UNA MANERA DE ENTENDER LA REALIDAD, UNA ALTERNATIVA A DEJARSE LLEVAR POR LO INEVITABLE.
PUEDE PARECER FRÍVOLO O IRREVERENTE, PERO CON MIS CUARENTA AÑOS, ME GUSTARÍA PENSAR QUE AÚN PUEDO APRENDER ALGO DE LA AVENTURA DE VIVIR.
COMO OS DIGO, DISPUESTA A LOS CUARENTA Y A LOS QUE ME ECHEN...