-"¡Mamá, he visto una lagartija mu grande, mu grande en el árbol!. ¡Ven a verla, que es verde!".
Me viene y me dice mi hijo, tirándome de la mano, para que le siga, como hace siempre, mientras preparaba la cena el lunes. Acababamos de llegar de Madrid, con las bolsas, las cosas de la nevera y cayendo ya casi la noche.
No le hice ni caso, claro. Que cuando vamos por la calle y se cruza una lagartija, buenos saltos pega del susto que se da el pobre, así que me imaginé que una pequeña sería, y que si venía tan tranquilo para tanto no sería.
-"Oye, cariño, ¡que no te asustes, eh!"-viene seguidamente mi marido mientras freía un poco de pollo. "Te lo digo para que si lo ves, no te peges el susto y tengas miedo. Pero hay en el jardín un lagarto en el árbol este de la derecha, que igual te da un poco de asco".
-"¿Cómooooooooooo?"- exclamé yo dejando caer la espumadera al suelo, de sólo acordarme de los lagartos que había en Tenerife, que más que miedo, me daban un terrible dolor de espalda con un escalofrío, que me recorría de arriba a abajo. ¡Que sensación más desagradable me provocaban los condenaos, nada más verlos!. Y oye, que aparecían por todos lados, que si no los veías en la acera, te los encontrabas cruzando de una terraza a otra en el hotel.
Ahora resulta que hay uno de esos en mi propia casa...
Antonio me convence de que no me preocupe, que no es para tanto. Que cuando estaban regando el jardín, lo han visto esconderse entre las hojas del ciprés pero que no hace nada, y que probablemente se marchará por donde ha venido, porque miedo le damos los humanos.
Yo me quedo poco convencida. He sido de ciudad toda la vida y no es que los bichos me den especial miedo, pero en fín, que yo creía que los lagartos eran de eso, de Canarias, o que salían en la tele, o yo que sé, que nunca me lo había planteado yo, vamos.
-"Entonces, ¿qué hago yo si lo veo, vamos a ver?. Aparte de que voy a estar todo el día obsesionada, mirando por los rincones a ver si veo el maldito lagarto, me dirás si me lo encuentro ¿qué hago?".
Las carcajadas de mi marido, el caer de la noche y el sueño, hicieron que nadie contestara mi pregunta vital, que claro, como era de esperar, quedó flotando en el aire, en el mismo borde de mi conciencia, presionando mis teclas de vez en cuando, que me entretenía en mirar el dichoso árbol, o el suelo de mi jardín, por si el condenado lagarto asomaba su cabeza.
Nada de eso ocurrió ayer, por mucho que me pareció intuirlo, cuando entramos en casa, o cuando salimos a dar una vueltecita en bici, el niño y yo, que mi hijo se entretuvo en buscarlo, armado con un palo y dando golpes a diestro y siniestro.
Juancho, que así he decidido llamarlo esta mañana, aterrado debía hallarse al borde de la desesperación y el miedo, teniendo en cuenta el niño que le esperaba fuera, y agazapado, esperaba atento a que nos fuéramos, para salir de su escondite en el árbol.
Ha sido esta mañana, con el teléfono en la mano, mientras hablaba con mi madre, que he conocido al famoso y temido Juancho.
Todavía, que han pasado más de dos horas y que he conseguido ahuyentarlo, tengo los pelos como escarpias en los brazos y las piernas, y sólo acercarme al cristal de la puerta que separa el salón del jardín, me provoca escalofríos en la nuca, sin verlo siquiera, así que no necesito explicaros el grito que he dado, cuando he visto al lagarto, descansando tranquilo al sol, con su cola medio enroscada casi en las escaleras y su cuerpo gordo y verde, con las patas estiradas, enganchado entre las hojas, con su cabeza sonriente y sus ojos entornados, de espaldas a mi.
He salido zumbando, he cerrado la puerta de casa y me he quedado frente al cristal, con los ojos fijos en Juancho, mientras gritaba a mi madre, que un maldito bicho verde, amenazaba con atacarme y entrar en casa.
-"Pero, ¿qué bicho verde, qué dices, mujer?. Tranquilizate. Y cierra todas las puerta, no vaya a entrar en casa y no sepas luego como sacarlo o matarlo".
Sólo con pensar en esa posibilidad, de verlo correr por mi salón, y yo subida a la mesa, agarrada a la lámpara y dando voces, me ha hecho cagarme en todos los muertos de Juancho y jurar en arameo sobre la pertinancia de que una chica de la capital, se vaya a vivir al campo. ¿Quién me mandaría a mi?.
Mi madre, ya enterada de que el maldito bicharraco era un lagarto del tamaño de un palmo, sino más, y como la mujer es única para animar, se ha empeñado en imaginar en voz alta, que Juancho, bien pudiera llamarse Juancha, y dejar sus huevos esparcidos por mi casa, con lo que pasado un tiempo, se me llenara entera de Juanchitos y Juanchitas. Pensando eso, no he salido por piernas de mi casa, sin llaves ni nada, a tomar las de Villadiego, porque me he quedado paralizada frente al cristal, fijas mis pupilas en la cola del bicho, que sin moverse lo más mínimo y ajeno totalmente a mis pensamientos, descansaba como si tal cosa, sin sospechar, que se me estaba empezando a mi a caer el mundo.
-"¿Estás ahí, hija, que te has quedado tan callada, que no sé qué pasa?"-me pregunta mi madre porque llevaba yo más de la cuenta en silencio.
Barruntaba mi mente la posibilidad de tirarle un cubo de agua desde la puerta, o armarme con la escoba, y darle un meneo al bicho a ver si con un poco de suerte, le acertaba y todo.
El pesimismo de mi madre, que me recordó que nuestro tío Luchi, se cargaba los lagartos con escopetas de aire comprimido, y no estaba yo para esas lindezas, no consiguió que yo desistiera de conducirme a la cocina, a buscar el dichoso palo mientras le contaba el plan a mi madre.
Con los nervios del momento, y porque la maldita ley del Murphy ese se cumple a rajatabla, va y se engancha el palo de la escoba con la basura y se me cae estrepitosamente, esparciendo las mondas de las patatas, del plátano de ayer del niño, el yogur, y los restos de la cena, por el suelo de la cocina.
Doy un grito de desesperación. No puede ser. Estoy tan nerviosa que he cogido fatal la escoba y no escucho que mi madre se ha creido que el estropicio es fruto del porrazo que le ha arreado al lagarto y que ha debido subir al cielo directamente.
-"Pero, contéstame, ¿ya te lo has cargado?", me pregunta insistentemente mientras maldigo mi suerte y me tiro al suelo a intentar recoger los desperdicios, diseminados por la cocina.
-"¡Qué matarlo, ni qué matarlo, si lo que ha pasado es que he empujado el cubo con la escoba y he tirado todas las mondas por el suelo, qué desastre!.
-"¡Recógelas todas, no vaya a ser que el lagarto entre a comerse las sobras!"- me ordena mi madre resuelta, y añade:" y ala, hija te dejo que tengo mucho que hacer y no podrás recogerlo bien, conmigo al teléfono".
-"¡¡¡¡¡Quieta ahí, ahora mismo que no quiero quedarme sola para espantar al lagarto!!!!. Luego recojo las mondas, que ya que estoy armada, voy a darle un meneo a ver si por lo menos, se quita de donde está, que no puedo dejar de mirarlo".
Mi madre, asiente, que cualquiera me lleva la contraria, e incluso me parece escuchar su castañeteo de dientes, por el hilo del teléfono.
-"¡Quédate en la puerta y cuando le des, cierra inmediatamente!"- me aconseja como si estuviera yo pensando en salir con la escoba y retar al bicho a muerte, así cuerpo a cuerpo.
La hago caso y me atrinchero tras los cristales, cojo la escoba y zas, le meto un porrazo al árbol, que tiembla hasta el misterio, como dirían mis hermanos.
Luego me meto en casa de un salto. Supongo que el lagarto, con el metido, al menos se ha escondido entre las hojas, porque lo cierto es que no lo veo por ninguna parte. Creo que al menos, se ha asustado, y si no ha emigrado al jardín de al lado, al menos sabe que un palo tengo y estoy dispuesta para el ataque.
Muy ufana, sigo mirando unos minutos, por si Juancho vuelve, y mi madre parece más tranquila al pensar que la fuerza ha impuesto su dominio en mi casa. Me siento exhausta. Sigo con los pelos de punta y con escalofríos, y eso que hoy han dicho que las temperaturas llegarán a los 30 grados.
-"Estoy pensando, hija, que por qué no preguntas en la droguería si hay algún producto para matar a esos bichos", sugiere mi madre, mientras me imagino yo entrando a la ferretería, con mi cara de miedo y explicando la historia, y luego siendo la comidilla del pueblo.
-"No te preocupes, mamá, que no pasa nada, si esto va a ser como lo de la serpiente esa que apareció en el baño uno de los primeros días de estar aquí, ¿te acuerdas la que organizé para matarla?. Anda, que, era pequeña, pero pegué yo unos gritos, que mi pobre niño no podía parar de gritar y llorar diciendo, ¡mata mama, mata bicho!.
Ló único malo es que este bicho es más grande, y me da más asco, pero bueno, supongo que preferirá estar al sol que no entrar en casa, que no hay tantos bichos y hace más frío".
Mi madre sigue insistiendo en lo de los hijitos, en que vigile al bicho y que Antonio lo mate si puede, que para eso es el hombre y tiene experiencia en este tipo de cosas.
Le aseguro que así lo hará, mientras le pongo un email a mi maridito, contándole la historia.
Y luego colgamos, porque llevamos más de una hora entre cotilleos y Juancho, y no hemos hecho nada.
Mas tranquila, miro a mi alrededor. Me he quedado sola en casa, sabiendo que Juancho está a dos metros de mi, vigilando mis pasos. Me siento a escribir en mi ordenador, mientras espero con el palo de la escoba apoyado en la puerta. No estoy dispuesta a bajar la guardia, si él campa a sus anchas por el jardín, va a tenerme alerta.
De pronto, he tenido una idea. Me he ido arriba a ver si oteo su corpachón reptando por la pared, desde las alturas, pues me ha dicho mi amiga Mar por email, que se suben por las paredes y los ves perfectamente.
No, si al final, hace apenas dos horas que no le veo, y le ya le echo de menos. Me voy a encariñar de Juancho.
Uff, quita quita, me digo a mi misma, pensando en que, como aparezca voy a pegar otro chillido.
LAGARTO, LAGARTO...