lunes, 11 de diciembre de 2017

Amor para cambiar el mundo



Estaba ya hasta los topes el bus cuando subimos Mónica y yo a coger sitio. No veía un pimiento. Eran las ocho de la mañana y tenía los ojos hinchados. Apenas había dormido, cansado y derrotado mi corazón se hallaba después de una noche de desamor.
Sin sueños coloreados ya de ilusión, sin horizonte claro a donde dirigir mis pasos y cargando en mi espalda una mochila llena de piedras de decepción, vine a escoger un par de asientos libres que encontramos, cediendo mi puesto favorito en la ventana a mi amiga, que animada y llena de energía, comentaba ilusionada que era la primera vez que compartíamos asiento de autobús.

Camino de tierras sorianas, ignorante de mi destino, atravesé kilómetros de desinterés y tristeza, con el soniquete de fondo de consabidas historias de amigas que se conocen demasiado y ya no necesitan escucharse.

-!A ti te pasa algo, amiga, no lo puedes negar,¡ aseguró Mónica al comprobar que, de forma descarada, sus palabras caían al vacío.

Escudada en una montaña de palabras, explicaciones racionales y sentimientos no exentos de cierto victimismo, acabaron mis ojos por desbordar sus límites, vertiendo lágrimas, que un desconocido todavía, al escasos centímetros, en el asiento de pasillo de al lado, ya pendiente de mis movimientos, recogió sobrecogido.

-"La princesa está triste,¿ qué tendrá la princesa?. Sus suspiros se escapan por su boca de fresa", debió preguntar al poeta, resuelto a no cejar en su empeño de encontrar por si mismo la respuesta.
-Todo y nada, hubiera contestado la princesa, a esa pregunta lanzada al aire en aquel espacio cerrado, ajeno y lleno de promesas de nuevos encuentros que yo era incapaz de contemplar.

Cercadas ya las ilusiones, con las fuerzas pendientes de ese hilo que nos une siempre a la existencia milagrosamente, la vida me pesaba demasiado. Sin embargo, me obligaba siempre a prestar atención al presente. Es misión incierta y complicada la que tiene el momento, pues demasiado a menudo estamos enfrascados en el pasado o el futuro inmediato.

Aquella mañana consiguió atraer mi atención. Consiguió que me aferrara al instante, pues aunque quisiera deleitarme en mi fatiga, la realidad me dejó expuesta a la bárbara misión de comenzar una marcha por la montaña para la que no venía preparada ni tenían mis entendederas ninguna intención de emprender.

Mónica me había regalado una excursión por la montaña para celebrar mi 35 cumpleaños, creyendo que lo que en realidad hacía era llevarme a un yacimiento arqueológico como era mi ilusión.


Sin libro de reclamaciones donde estampar una queja, en zapatillas, con mi mochila a la espalda y sin abrigo de pumas, comenzamos la travesía complicada y también fatigosa, para alguien desentrenada como estaba yo después de año y medio de convalecencia tras una maldita operación de espalda.
Asustada, insegura, aferrando mis energías a la creencia de que no podía dar un paso más, vine a preguntarme de nuevo por qué el Universo ponía siempre a prueba mi capacidad de aguante, obligándome a experiencias para las que no tenía recursos para emprender.

Para colmo de males, en medio de la lucha sin cuartel para seguir adelante, recuerdo que el cielo empezó a tronar. Debía estar enfadado, furioso, alerta siempre a acontecimientos fuera de control, que apenas comprende, y a una realidad que se impone, sin dejarnos elegir.
Tan enfadado estaba, como yo...

Centrada en mi propia infelicidad, mezclando mis lágrimas con la lluvia. Aferrada a zarpazos a cuantos hierbajos, piedras o brazos que me ofrecían su ayuda, superé la cima de mis esperanzas, con el pelo revuelto y sudando como un pollo.
Sin escuchar mis reproches, el Universo me hablaba de nuevo, sin que yo atinara a escucharlo. A mi lado, un brazo amigo ya apoyaba mi cuerpo,  acompañaba mis pasos, sujetaba mi paraguas y alentaba mi caminar vacilante.

No somos conscientes, empeñados en otros asuntos más importantes, de lo que puede suponer un segundo, lo que puede enseñarnos una imagen. El Universo ya había hecho las presentaciones, ya había trazado su plan, ya me ofrecía un aperitivo como preludio de mi nueva vida.
Mi vida, sin que yo lo sospechara, empezaba en la cima de aquella montaña que trataba de alcanzar a zarpazos, sin tiempo para mirar a quien estaba a mi lado y te miraba a los ojos por primera vez.

Cuan ciegos estamos los humanos ante los milagros que la vida nos ofrece a cada instante. Porque la vida es un milagro, sí. Un enigma, una película en la que los protagonistas, nosotros mismos, somos incapaces de apreciar sus matices, sus consecuencias, su importancia, su trascendencia.
Cuando pasa el tiempo, cuando nuestro cerebro rememora esos momentos, cuando por fin decidimos entender, comprendemos lo importante que puede ser un segundo, un encuentro, un momento que se repite hasta el infinito en nuestros recuerdos, cada día más llenos de detalles y hechos que quizá no ocurrieron pero que van formando parte de nuestro imaginario, y de nuestra verdad.

Aquél día en que conocí al que hoy es mi marido, aquella excursión con una amiga que abrió el capítulo más importante de mi vida, aquel día hace ya quince años que cambió el trascurso de mi historia, que me sumergió en la vida que ahora disfruto, apenas era capaz de bucear más allá de mi propio dolor, de mi propia inseguridad.

Sin embargo, fruto del paso del tiempo, de la cantidad de veces que hemos relatado esta historia a amigos, familiares y a nuestros hijos, todo eso que vivimos el día que nos conocimos, en lo único que estamos de acuerdo los dos, es que ambos eramos incapaces de entender la felicidad que ese día nos proporcionaría.La clase de aventura que viviríamos a partir de entonces.
Nos encontramos milagrosamente en un entorno imposible para ambos pero que ha sido el escenario de toda nuestra vida.
Saliendo de nuestra propia realidad, encontramos otra que ha resultado maravillosa, ahora que nos gusta coleccionar recuerdos, quince años después.

Si profundizo además en la consabida historia( para familiares y amigos) de que nos separamos sin siquiera cruzar los números de teléfono, y que el desconocido montañero montó un dispositivo infalible para encontrar a la princesa llorona, sin cejar en su intento hasta casi un mes después, adelanto quizá una historia paralela que merece otra entrada de post, pues es aún más increíble que nuestro encuentro de vida.

Porque nuestra vida, nuestro milagro, empezó entonces.

Vida no exenta de dificultades, de escollos, de momentos que quisiéramos olvidar, y que seguramente no dejarán más poso que el que decidamos dejar impreso en nuestros recuerdos. Vida llena de retos, algunos de ellos resultaron casi imposibles, de tropiezos, de momentos duros y callejones que parecían sin salida.
Vida vivida demasiado deprisa a veces y, paradójicamente, casi interminable en la rutina, en el día a día, en todo eso que tenemos que enfrentar los humanos a cada instante, para el que a veces dudamos que seamos hábiles o capaces de vivir.
Pero vida, desde entonces, siempre en plural, unidos en un mismo proyecto y con el mismo destino, remando al unísono en el mar impetuoso. Conscientes siempre de la suerte que tenemos de poder haber descubierto la vida a través de los ojos del otro, a través de la vida compartida, discutida, comparada y pensada, pero siempre orientada a todo esto que nos hace felices.

En eso también somos afortunados. Desgraciadamente no ignoramos la cantidad de parejas que son felices individualmente y a duras penas se ponen de acuerdo en la vida compartida.
No somos capaces de explicar cómo lo hacemos. Somos dos desconocidos que se conocieron por casualidad, con la vida ya hecha, las esperanzas ya formadas, los años ya vividos y las experiencias llenando hasta los bordes nuestras mochilas de decepción, y sin embargo, somos capaces de ser felices en plural.

Quizá por todo lo vivido en singular durante años, quizá por tantas equivocaciones, fracasos, silencios exentos de esperanza y preguntas que el Universo no supo contestar cuando estábamos solos, somos capaces ahora de apreciar esa felicidad compartida que supone luchar cada día por salir adelante, por educar juntos a nuestros hijos, por verles aprender día a día a ser buenas personas.
Nos hace felices a ambos viajar, salir al mundo, ampliar los horizontes o comprobar que el mundo es mucho más grande de lo que pensamos en nuestro interior. Descubrir viejas ruinas en la cima de una montaña o apreciar la belleza de un dolmen solitario, que resulta ser, para nuestros hijos, una puerta a otras dimensiones. Que efectivamente lo es...

Hemos aprendido a comer esas hamburguesas que detestábamos del Mac Donnals, porque a Daniel le gusta el muñequito que sale en el Happy meal. Y por inexplicable que parezca, después de años de no hablar más que de Pokemon, Yo kai y de Bob Esponja, aún nos divertimos mucho viendo tirarse a nuestros pequeños en un trineo, aunque tiritemos de frío y nos partimos de risa con sus ocurrencias.

Hemos aprendido a bailar en la lluvia y somos incluso capaces de apreciar la belleza de los números rojos en la cuenta, cuando sabemos que hemos gastado el dinero en disfrutar.
Damos gracias todavía por todo lo vivido, lo aprendido e incluso lo discutido, pues después del tiempo, seguimos pasando una tarde lluviosa de domingo, ojeando los miles de álbumes repletos de fotos de una familia siempre sonriente.

Somos conscientes del milagro de la vida, del milagro de ese encuentro mágico que rememoramos cada año y en el que añadimos más y más pedacitos de historia que seguramente no ocurrieron de verdad.

Somos conscientes de que el amor es el único motor para cambiar el mundo, la rutina, la desilusión, la desesperanza.

Amor para cambiar el mundo. Amor que nos impulsa a seguir pensando que ese horizonte desdibujado que parece cada día más cercano, es el destino al que nos dirigimos siempre, felices, juntos y con la seguridad de haber construido algo grande, algo mágico y perfecto: nuestra familia, todo eso que siempre quisimos ser.

martes, 21 de noviembre de 2017

Tiempo de desaprender

He cumplido los cincuenta.
Es una fecha de esas como para tomárselo en serio. Pensar en el sentido de la vida, recordar viejos tiempos que ya no volverán. Empezar a hacer inventario de existencia, aplicarnos más eso del "debería" para convertirlo en realidad.
Al menos eso dicen...
Hoy sin embargo, después de días, meses y años de aprendizaje, descubro que precisamente, es tiempo de desaprender.
Con la raya en medio y dos coletas bien apretadas, porque decía la abuela que el pelo siempre tenía que ir recogido, la falda por las rodillas, mis botas altas con cremallera y mis patines puestos, escuché llamarme aquella tarde a mi madre porque había aparecido la profesora y tenía que saludarla.

-Hola Pilar, estaba aquí con tu madre comentando tus notas. Y le estaba preguntado qué vas a ser de mayor- me miró fijamente la señorita Inmaculada aquél día en el parque de Berlín, interrumpiendo mi vuelta por la pista de patinaje.

No me extrañó. Los adultos se empeñaban siempre en insistir sobre eso, precisamente, cuando éramos pequeños.

Parecía sencilla pregunta, que mi hermana solía contestar al instante, diciendo que sería enfermera, o mi hermano, piloto de carreras de fórmula 1, y sin embargo, para mí era un enigma de difícil resolución. Por mucho que me la hicieran, venía a alterar siempre la calma de una existencia feliz, sin muchas preguntas. 

-No sé...contesté, con miedo a defraudar a mi madre, enfrente de la tutora.

Sabía de sobra que ellos terminaban la frase por nosotros, a fin de cuentas, eran ellos quien sabían cómo era la vida y lo que había que hacer.

-¡¡¡Una niña tan lista como tú tiene que ser algo grande!!!. Empresaria, licenciada, profesora de universidad, mujer trabajadora que viaja por el mundo, sabe idiomas, gana mucho dinero...-profetizaba la señorita Inmaculada.

Mi madre, pendiente de mi hermano pequeño que iba de cabeza al lago, me dejó sola ante el peligro. Solía dejar que o bien mi padre, o los tíos o las profesoras del cole, me dijeran lo que tenía que ser, porque ellos sí sabían de vivir la vida. A fin de cuentas, poco podía recomendarme a mi lo que había hecho ella, cuidar de pequeños terroristas todo el día, hacer de cocinera, de economista, de perfecta ama de casa, con cuatro duros que le daba mi padre y pocas alegrías que compartir en soledad.

Así que la niña con coletas y las rodillas siempre llenas de moratones creció convencida de que los mundos imaginarios que inventaba, que no dudaba en relatar a mis hermanos antes de acostarnos o a mis amigos del cole, sentados en el arenero del patio, mientras los más brutos jugaban al balón prisionero, eran parte de una realidad que no podía compartir con mis mayores.

- Vale, le contesté a la señorita Inmaculada, que se dedicó a enumerar las mil y unas carreras que podía hacer y que seguramente me llevarían a ser una mujer de éxito, en aquella España de finales del franquismo, en la que empezábamos a ver la luz en nuestro país, al menos para las mujeres.

Bastante confundida, escuché los gritos de mis hermanos que me llamaban para que les dejara los patines. Teníamos unos para todos y si estaba allí plantada sin usarlos, les tocaba a ellos.
Me despedí. Faltaba mucho tiempo todavía, refunfuñaba mi madre de vuelta a casa, convencida de que la señorita Inmaculada no tenía por qué meterse en nuestra vida.
Tenía razón mamá, el futuro no existía, yo era feliz jugando en el patio con mis compañeros de clase y peleándome con mis hermanos en su cuarto, porque casi siempre, siendo yo la hermana mayor, quería que hicieran lo que yo quería.

Sin embargo, no pasaba mucho tiempo hasta que otro adulto volvía a la carga con la preguntita. Esta chica llegará muy lejos, aseguraban ignorantes del peso que cargaban sobre mis pequeños hombros.
Porque una niña pequeña por muy avispada que fuera, no entendía más que su destino, su futuro, su verdadera vida, sería cuando fuera mayor, cuando creciera.
Así que crecí deseando que llegara ese futuro dorado y deseado, ese proyecto de futuro que sería realidad para mí según mis mayores.
Quizá olvidándome, en aquellos años de niñez, de montar en patines o colarme en la habitación de mis hermanos cuando mis padres no miraban, porque no eran importantes, había que pasar por encima de ellos con celeridad.

El tiempo fue pasando y la niña con coletas se convirtió en la adolescente universitaria. Siguiendo los pasos de mis mayores que siempre sabían lo que había que hacer, hice aquello que había que hacer en la vida.
Estudiar cuando había que estudiar, asumir responsabilidades en mi puesto de hermana mayor, portarme como una señorita como decían las monjas, llegar a casa pronto cuando salía con las amigas por el barrio y buscar un buen chico con el que casarme, tener hijos y una familia que cuidar.

-¡¡Vivir como Dios manda!!, que decía me decía mi abuelo, cuando iba a verle los domingos, siendo una buena chica y siguiendo las reglas de un juego, que era imposible obviar.

Cualquiera que esté leyendo este post y que me haya conocido, estará un poco indignado. No fui yo ni por asomo esa niña buena de colegio de monjas, aplicada y buena chica que querían para mi mis mayores.

Les doy la razón y les pido paciencia. En mi relato, es aquí cuando la música de violines y la ensoñación de la niña patinando por el parque sirve para introducir lo que fue mi vida y lo que ahora es.

Estoy mirando a Miguel con la bicicleta por la cuesta de la urbanización, camino de la Tejera. No veo nada porque el sol se está poniendo e hiere mis ojos. Mis gafas de sol se las cargó Dani hace meses y no hay dinero para hacerme unas nuevas. 

-Mamá de mayor ¿qué voy a ser yo?, me pregunta mi hijo de seis años,  que ha parado su patinete frente a mis pies y se le ha ocurrido la pregunta sobre la marcha.

-¡¡Falta mucho!!, le digo yo, ahora disfruta del patinete y dile a tu hermano que no se vaya tan lejos, que ya no le veo.
Se marcha todo contento y grita el nombre de su hermano. 

La niña con coletas se ha convertido en la madre de dos niños que hoy montan en bici en los alrededores de la casa de la montaña. Estoy pensando en qué voy a hacer para cenar y en coger un poco de leña para la chimenea porque empieza a hacer frío.
En ese momento suena el móvil y Antonio me dice que está en un atasco, que ha salido tarde del trabajo y que tardará en llegar, que ya no podemos ir hoy a Segovia a la compra.

-Tranquilo, le digo antes de contarle que Miguel cada día va mejor en bicicleta y que el pequeñajo quiere saber qué va a ser de mayor.

-Pues un tío tan listo como él, algo grande en la vida. Empresario, ingeniero, licenciado, profesor, alguien muy importante, seguro....

Me suena la frase. Es humano pensar que nuestros hijos harán grandes cosas en la vida. Esperar demasiado de ellos.
Yo también quiero que sea algo grande.

-Yo, con que sea tan feliz como lo es ahora, me conformo.

-Tienes razón, escucho a mi marido al otro lado de la línea telefónica, imaginando, como veo yo con mis ojos, a nuestro hijo correr cuesta abajo con su sonrisa maravillosa y el cuerpo surcado por la alegría, la paz, la sensación única de tirarse en patinete y sentir el viento en cada poro de tu piel.

Hace fresco ya y la realidad de madre preocupada por catarros, fiebres y días sin poder ir al cole, se me apelotonan en un improperio que lanzo al aire con mis gritos. 

-¡¡A casa todos que está anocheciendo!!, les imponen mis voces amenazantes.

-¿Por qué mamí?, lo estamos pasando genial, asegura Daniel.

-¡Bueno, no siempre se puede hacer lo que uno quiere!...-dejo suspendida la sentencia en el rellano de mis recuerdos.

Soy consciente de que no debía haberla pronunciado. Una lucha a muerte entre la madre responsable y el ser humano convencido de que la vida es una y hay que vivirla lo más felizmente posible, cede su estocada a la evidencia de que no hay mayor enseñanza que predicar con el ejemplo.
Casi al mismo tiempo que mis pensamientos, mi sabio hijo mayor, me recuerda:

-¿No decías, mamá, que todos los sueños se pueden hacer realidad y que si eres feliz todo es posible, que nada malo te puede pasar?.

No contesto. Está confusa mi mente racional, atiborrada de un saber consabido y repetitivo en el que he creído a pies juntillas hasta antes de ayer.

-¡Lo estamos pasando muy bien y somos felices!, ¿qué más quieres, mamá?. Queremos quedarnos un ratito más.

 -Vale, contesto sin añadir nada más.

Juegan diez minutos más y enseguida vienen ambos que tienen frío y que quieren cenar. Tienen mucha hambre y quieren que hagamos el "quiche de la tía Celine", en el horno, con baicon y mucho quesito por encima.

En torno a la mesa, con un pedazo de quiche calentito que nos ha salido de miedo, me pregunto mirando a mi marido poniendo agua en los vasos y escuchando a Daniel contando que han aprendido a poner números en el ábaco de colores del colegio, qué habré hecho yo para merecer tanta dicha, esta clase de felicidad.
Algo he debido de hacer bien...

Crecí pensando en la obligación que tenía con la vida de ser útil, de ser exitosa, de llenar mi curriculum de trabajos cada vez más importantes que me llenaran de orgullo y satisfacción.
Crecí imaginando una vida llena de experiencias, de cosas que pudieran comprarse con dinero, de esa lista de resultados que todos pudieran ponderar tan sólo por saber qué cargo ocupo o cuánto gano.
Creí desear muchas cosas, que ahora que ya es mañana, como dice mi hijo pequeño, se harían realidad para mí sin pensar si esas cosas eran realmente lo que quería hacer.

Quizá por ello, he pasado demasiado tiempo sin ser muy feliz. Sin dar prioridad a montar en patines en lugar de las obligaciones, sin concederme cosas que sí eran posibles: ese viaje maravilloso a Egipto o desperdiciar una tarde hablando con las amigas, si antes no había hecho todo eso que había que hacer. Si no era esa mujer que todos suponían que iba a ser
Anteponiendo mi propia insatisfacción a mi necesidad vital...
Como hacemos todos.

No podía ni imaginar la obligación que teníamos con la vida.
Nadie me dijo que el tributo que tengo que pagar a la existencia es simplemente ser lo más feliz que pueda, y que eso precisamente, es mi misión en la vida.

Nunca es tarde para aprender.
O quizá para desaprender.

Lo descubro hoy, gracias a dos pequeños sabios que tienen aún todas las respuestas. Mirando a los ojos a mujer de cincuenta años que me envía su aprobación y su cariño desde el reflejo del espejo.
Es una vieja amiga. La conocí desde muy niña, cuando iba con coletas y la raya en medio. Cuando aparecía al otro lado de la ventana del cuarto de baño y venía a contarme sus aventuras del colegio o las cosas importantes, esas que merecen la pena.
Esa niña, que todavía aparece en mis imágenes cada mañana cuando me levanto pronto, para hacer los desayunos y llevar a mis hijos al colegio, me guiña el ojo y me sonríe. Me ofrece cada mañana un desafío.

Me pide que corra entre los montones de las hojas del camino al autobús, que baile poniendo la música a tope cuando paso el plumero por el mueble del salón. Me sugiere que me suba a una bicicleta, que busque un nuevo viaje al que ir en vacaciones, que suba corriendo colina arriba en busca de un viejo dólmen, de esos que ahora mismo me trasportan más allá del espacio y del tiempo.
Me anima que tome un café con una amiga, que me coma un trozo de tarta que hemos hecho en el horno mis hijos y yo. Que vaya a una exposición de pintura romántica o que me quede leyendo hasta las tantas El Conde de Montecristo, o uno de esos libros que tan feliz me han hecho siempre.
Que escuche a mi madre contando viejas batallitas o a Daniel que juega en el patio con sus amigos a enterrar tesoros en el arenero para luego volver a encontrarlos. Que ayude a mis hijos con los deberes o los enseñe a montar en bicicleta. Que me acueste con ellos los viernes por la noche con colchones en el salón mientras vemos los Vengadores con palomitas y helado de chocolate de postre. Que mire a los ojos de mi marido y que de la mano volvamos a tener una cita romántica los dos solos, como ayer.

No hay ayer añorado si nuestro hoy es todo aquello que soñamos que iba a ser. No existe mañana si en tu día a día eres completamente feliz.
He venido a darme cuenta años después, pero no me importa.

Cumplir los cincuenta me ha convencido de que, nunca es tarde para vivir el momento, para admirar el cielo estrellado, aunque sea en soledad. Para patinar por el parque, para mirar los pájaros en el jardín coger en su pico un montón de palitos para hacerse su casita o para perderse en los ojos de un niño que sabe aún disfrutar.
Mirar a tu alrededor y pensar en que todo es posible, incluso esa felicidad de la que hablaban los locos, los filósofos o los místicos.

Esa felicidad que está al alcance de todos nosotros, si nos damos un poco de tiempo para desaprender.



 







HOLA A TODOS, CUARENTONES Y DEMÁS ANIMALES...

QUERIDOS CIBERNAUTAS.
CONFIESO QUE ME HE LANZADO SIEMPRE A LAS MÁS TREPIDANTES AVENTURAS. HOY EMPIEZO OTRA, QUE PARA MÍ ES DE LO MÁS INTERESANTE Y ARRIESGADA: ESCRIBIR MIS IMPRESIONES Y MI VIDA POR INTERNET.
¿YO?. YO, QUE SOY CARNE DE DIARIOS ESCRITOS A PLUMA Y RATÓN DE BIBLIOTECA. YO, QUE ANTES DE BUSCAR UN DATO EN EL GOOGLE, SOY CAPAZ DE REVOLVER LA CASA ENTERA PARA ENCONTRARLO EN MIS LIBROS...
SIN EMBARGO, AHORA QUE ESTOY YA EN EDAD DE MADURAR, AHORA QUE HAY QUE IR CON LOS TIEMPOS Y QUE PARECE INEVITABLE EL DECLIVE, BUSCO UNA MANERA DE ENTENDER LA REALIDAD, UNA ALTERNATIVA A DEJARSE LLEVAR POR LO INEVITABLE.
PUEDE PARECER FRÍVOLO O IRREVERENTE, PERO CON MIS CUARENTA AÑOS, ME GUSTARÍA PENSAR QUE AÚN PUEDO APRENDER ALGO DE LA AVENTURA DE VIVIR.
COMO OS DIGO, DISPUESTA A LOS CUARENTA Y A LOS QUE ME ECHEN...