Hace un tiempo extraño en estos días de Mayo. Tan pronto tienes frío como te ahoga un calor sofocante que da paso a la tormenta, a la tromba de agua que te empapa la colada, tendida fuera porque creías que hacía mucho sol.
Tengo el cuerpo extraño y las sensaciones a flor de piel. Se acerca un tiempo de cambio, se acerca el verano, el tiempo del bullicio, del regocijo y del descanso. Un tiempo evidente, casi cruel, que te acerca a tu verdadera esencia, a tu verdadera forma, a sacar a relucir tu auténtico rostro, tu cuerpo escondido y tus anhelos que parecen brotar, con los frutos en los árboles y el calor del sol.
Decirle adiós al abrigo, a la soledad del hogar y abrir de par en par los ventanales, saludar a los vecinos que vienen a sus casas de la sierra cuando hace calor, y que abren de nuevo sus puertas para mostrar al mundo, que el letargo del invierno, ha hecho de nosotros seres más maduros, más preparados, incluso renovados.
¡Qué pereza, Dios mio!.
Será que este año, miedo me da sacar el bañador y enseñar mis maravillas, o volver a quedarme con mi enanito, cuando acabe el bendito colegio y los días vuelvan a ser tan largos e interminables, como las cientos de cosas que hay que hacer para divertirlo, para que no se ensañe con los muebles, con los juguetes ya inservibles después de jugar dos veces con ellos, o con volver a salir con tus amigos y disfrutar del día hasta más de las diez de la noche.
Adiós a la tranquilidad del invierno, que nos mantiene encerrados en un caparazón de caracol, mientras hace frío fuera y la vida va pasando, va cambiando.
Adiós a muchas cosas que no gustan, pero que han ido formando parte de nuestro letargo, de nuestra ensoñación, mientras llegaba el tiempo del cambio, de las posibilidades.
He recordado de pronto la imagen de alguien de mi pasado, alguien que hacía mucho tiempo ya que no formaba parte de mi presente. Lo había encontrado casi por casualidad, o curiosidad, que en el fondo a veces se dan la mano, en Internet, aunque no he sido capaz de escribirle o ponerme en contacto con él. Tan sólo con una foto de alguien que apareció en mi pantalla de ordenador y lo volvía a ver después de mucho tiempo, se me había helado en las venas el deseo de saber qué había detrás de esa mirada triste, oculta tras unas gafas nuevas, al menos para mi.
Pensaba en lo que cuesta conocer a alguien, darle o enseñarle tu vida, tus maravillas, y también tus miserias, por qué no reconocerlo. Cómo se va haciendo una historia compartida de una experiencia o de muchas, que a veces, los años dan para más que un poco. Lo que supone tener un pasado con alguien, poder tomar un café para recordar viejos tiempos y para seguir compartiendo los nuevos, dando forma a un futuro.
Es una experiencia rompedora, límite y a veces trepidante, que en ocasiones sale bien, y en otras no aporta tanto, y uno se ve abocado irremediablemente al adiós.
Y si cuesta abrirse camino entre la maleza de otro, cuesta aún más, despedirse de alguien, dejarlo marchar, alejarte de ese alguien que más que beneficio tanto daño te hace ya, o tan inútil es la comunicación, la entrega o el entendimiento con ese otro universo.
Es duro, injusto, incluso cruel a veces, hacer examen de conciencia y ser sincero con uno mismo. Valorar expectativas, tomar partido y sobre todo, arrancarse del alma otra alma, que por estar en otro camino, ya no es capaz de enraizar con nosotros mismos y nos hace sentir más solos, que acompañados.
Pienso en qué tiene que ver eso que me ha venido a la mente, con lo que ha empezado mi reflexión, y siento que son ambas la misma cosa.
Acostumbrarte para darte cuenta de que tienes que abandonarlo. Vivir para renunciara algo o a alguien. Atesorar en el invierno, para luego en verano, dejarlo volar.
Estoy filosófica, enigmática, un poco como el tiempo loco que vivo en estos días, que ni se queda, ni nos deja a nosotros vivir. Supongo que estoy instalada en uno de esos momentos intermedios, en un espacio y en un tiempo, indefinidos, que son como plataformas de despegue, donde no acaba de ocurrir nada, pero se impone la despedida, el vuelo, el marchar a algún lugar.
Hay momentos en la vida en los que se impone un cambio, en los que uno siente la necesidad vital de dar marcha atrás y reflexionar sobre lo vivido, tomar partido y dejar muchas cosas atrás.
Es curioso como surge ese momento, cómo se va gestando dentro de uno la necesidad de dar fin a algo, de empezar otra etapa, de aprender de lo vivido y seguir adelante. Procurando en lo posible no hacer como la mujer de Lot, que no pudo evitar darse la vuelta y mirar atrás. Sabemos muy bien que, si lo hacemos, como Edith, igual acabaremos convertidos en estatua de sal.
Todo empieza por una suerte de malestar que nos inunda, nos llena de melancolía, de tristeza, nos hace pequeños ante nosotros mismos. Una suerte de invierno cruel que nos enfría el alma de recuerdos, nos encierra en el caparazón de nosotros mismos, a la lumbre de un fuego que cada día está más extinto, más pequeño, menos ardiente. Las pasiones, el deseo, la vida desperdiciada en miles de momentos compartidos, se va quemando, como los leños de la chimenea, y ya no da luz, más bien deja ese aroma a quemado, a brasas que recuerdan el calor que ya no son capaces de dar.
Empieza el frío, la soledad del alma, el vacío existencial. La sensación de que ya es tiempo de salir con el abrigo puesto y dejar la casa, el ensimismamiento, y dar otro rumbo a la existencia insoportable en que se ha convertido nuestra rutina.
Cuesta mucho.
La soledad que supone abandonar a su suerte a alguien o algo que te importaba, es tremenda. Por no hablar de lo triste que se queda el corazón sin uno de sus inquilinos.
Sin embargo, lo sabes bien. Ya no es posible. Se impone un adiós, se impone la despedida, se impone tratar de ser otra persona con lo aprendido, con lo bueno y con lo malo. También con la decepción que supone haberse equivocado con alguien o también con algo de lo que hicimos en el pasado, y salió mal.
A veces, las despedidas son a un novio que no te conviene, a una amiga que te da más quebraderos de cabeza que cariño o a un amigo maleducado que se mete con todos tus conocidos, y crea conflictos allá por donde vaya, sin entender muy bien el daño que hace.
Otras, los adiós se dan a situaciones insostenibles, a trabajos que nos quitan la vida, a formas de vivir que nos anulan o a hábitos de conducta que nos roban el alma, nos despojan de nuestra dignidad o nos hacen parecer guiñapos con pocas ganas de seguir viviendo.
Son quizá esas rémoras, esas formas de vivir, las que más difíciles son de despedir en nuestras vidas. Quizá porque ignoramos totalmente donde empiezan y dónde acaban, y cómo ser fuertes para resistir la tentación de mirar atrás y no convertirnos en estatuas de sal. Creemos ser débiles, incapaces como somos de seguir adelante, sabiendo que el destino que nos espera sin ese trabajo de toda la vida, es tan cierto como la crisis, que seguramente nos mandará directamente a la cola del Inem. Y qué decir de la rutina de una pareja que tiene de amor lo mismo que de emoción, de aventura, de ganas de vivir, pero que alimentas y fomentas por miedo a volver a la soledad, a tomar partido por la vida, los anhelos de la infancia o aquellos que quedaron sepultados en la caja de los sueños imposibles. Miras tu alrededor con la esperanza de encontrar en un modelito del Corte inglés o en una tarde con las amigas, un poco de ánimo, consuelo o sentido a muchos días de lluvia, en los que, esperando en casa a que vuelva tu marido, ya ni siquiera miras el reloj.
Vida aburrida y vacía después de la tormenta, que nos espera a todos, sentados en la mecedora viendo un culebrón de turno, pues a determinadas edades, parece ya tarde para salir a correr por el parque con nuestros hijos o para conocer otras culturas, otros países, otras personas que nos enseñen algo nuevo, o quizá ya conocido, consabido y vivido, pero siempre, de otra manera distinta a nosotros mismos y a nuestro aburrido devenir.
Decir adiós a todo eso, a lo ya establecido, a lo fijo, a lo que ya hemos conseguido después de mucho tiempo. A los amigos de siempre, a la misma casa que al final pagaste en treinta años o a la vida de trabajo, entrega y sacrificio, siempre en un puesto que pensaste que era poco para ti. Decir adiós a los hijos desagradecidos, que se irán cuando ellos quieran, no cuando tú lo decidas. Adiós a los amigos que al final acabaron antes su camino, aunque los hubieras querido amarrar al mástil de tu vida, siempre.
Adiós tus ideas, tus principios, todo aquello que atesoraste en tus armarios para el invierno, y a donde acudías cuando no estabas seguro de nada, porque era lo que aprendiste, lo que a fuego se quedó en tu interior.
Adiós a lo que eres, a lo que hiciste, para lo que trabajaste. Adiós a tus ideas políticas a tu moralidad, a tus principios auténticos.
Se antoja imposible, pienso viendo la lluvia llevarse por delante las hojas caídas del jardín, la pelota de playa de mi hijo, una excavadora que se quedó olvidada en las escaleras. Sin embargo, queramos o no, estemos preparados o no, la vida es un ir diciendo adiós continuo, un ir cambiando un poco de vida, primero sobre lo que no te convence y te llena de frío el alma, y luego de lo que más te identifica, lo más querido, lo más íntimo y tuyo.
La vida es un irse yendo, irse despidiendo, ir renunciando a cosas, por mucho que nos empeñemos en aferrarnos a la materialidad de las situaciones, de las personas, de nuestras posesiones o nuestras verdades.
¡Qué razón tenía el bueno de Séneca!.
Llegará el día en que ya no habrá ni tiempo para el adiós, e incluso tendremos que prescindir de la despedida. Y nos iremos. Nos iremos marchando, así tan callando, como dejamos marchar aquel trabajo que terminó en baja por depresión, o aquél amigo que ya no ves a fuerza de no llamarle, o aquella mejor amiga, que ya no sabes cómo ha envejecido, porque ni siquiera te lo has preguntado. Iremos dejando de lado ese afán por acumular cosas, por tener más que el vecino o comprar el coche más rápido. Nos importará cada vez menos ser esas personas de éxito que tienen más que nadie en el barrio, y que en las tiendas respetan. Nos iremos despidiendo de todo, porque todo se marcha, por mucho que nosotros lo queramos amarrar del lazo que nos ata a la piedra que llevamos colgando, que tanto pesa, tanto molesta, tanto detestamos porque no nos deja echar a volar.
Hoy, en el cristal, viendo la lluvia, confieso que tengo cuarenta años y muchas piedras colgando.
Aún me niego a decir adiós a muchas personas, a muchas situaciones que me asustan y a muchas rémoras que consiguen que me aísle en mi chimenea, y vea el fuego tratando de recuperar su fuerza una vez más.
No me es posible. Y tiene bemoles la cosa, pues de sobra sé, que es de valientes, de experimentados en la vida y de esos que parecen tener madurez, saber salir a la lluvia y dejar los paraguas dentro. Bailar, reírse del mundo, abandonar lo que te molesta y saltar sobre los charcos. Sin paraguas, sin impermeable, sin gorro o sin nadie que te diga que te metas dentro, que la lluvia pasará.
Siempre pasa es verdad, aunque deje destrozos. El secreto, es saber despedirla, saber sonreír al sol cuando brille en el cielo y olvidar que ayer, tenías muchas despedidas que no sabían que iban a ser pronunciadas y al final, encontraste dentro de ti, el valor.
Valor para bailar en la lluvia, decía mi prima en su muro de Facebook
Valor para reconocer que estas sola, estás preparada para el cambio, estás ahí aunque no pase nada importante. Aunque queden pocas aventuras como las de antes y te regocijes en los recuerdos. Aunque ya no queden tantos sueños por cumplir. Aunque parezca que ya no queda mucho por aprender. Aunque tengas más de cuarenta años y empiece la caída, de esa montaña rusa, que hasta ahora parecía que te había llevado a lo más alto.
Valor, amigos, para atreverse a ser feliz...