martes, 21 de noviembre de 2017

Tiempo de desaprender

He cumplido los cincuenta.
Es una fecha de esas como para tomárselo en serio. Pensar en el sentido de la vida, recordar viejos tiempos que ya no volverán. Empezar a hacer inventario de existencia, aplicarnos más eso del "debería" para convertirlo en realidad.
Al menos eso dicen...
Hoy sin embargo, después de días, meses y años de aprendizaje, descubro que precisamente, es tiempo de desaprender.
Con la raya en medio y dos coletas bien apretadas, porque decía la abuela que el pelo siempre tenía que ir recogido, la falda por las rodillas, mis botas altas con cremallera y mis patines puestos, escuché llamarme aquella tarde a mi madre porque había aparecido la profesora y tenía que saludarla.

-Hola Pilar, estaba aquí con tu madre comentando tus notas. Y le estaba preguntado qué vas a ser de mayor- me miró fijamente la señorita Inmaculada aquél día en el parque de Berlín, interrumpiendo mi vuelta por la pista de patinaje.

No me extrañó. Los adultos se empeñaban siempre en insistir sobre eso, precisamente, cuando éramos pequeños.

Parecía sencilla pregunta, que mi hermana solía contestar al instante, diciendo que sería enfermera, o mi hermano, piloto de carreras de fórmula 1, y sin embargo, para mí era un enigma de difícil resolución. Por mucho que me la hicieran, venía a alterar siempre la calma de una existencia feliz, sin muchas preguntas. 

-No sé...contesté, con miedo a defraudar a mi madre, enfrente de la tutora.

Sabía de sobra que ellos terminaban la frase por nosotros, a fin de cuentas, eran ellos quien sabían cómo era la vida y lo que había que hacer.

-¡¡¡Una niña tan lista como tú tiene que ser algo grande!!!. Empresaria, licenciada, profesora de universidad, mujer trabajadora que viaja por el mundo, sabe idiomas, gana mucho dinero...-profetizaba la señorita Inmaculada.

Mi madre, pendiente de mi hermano pequeño que iba de cabeza al lago, me dejó sola ante el peligro. Solía dejar que o bien mi padre, o los tíos o las profesoras del cole, me dijeran lo que tenía que ser, porque ellos sí sabían de vivir la vida. A fin de cuentas, poco podía recomendarme a mi lo que había hecho ella, cuidar de pequeños terroristas todo el día, hacer de cocinera, de economista, de perfecta ama de casa, con cuatro duros que le daba mi padre y pocas alegrías que compartir en soledad.

Así que la niña con coletas y las rodillas siempre llenas de moratones creció convencida de que los mundos imaginarios que inventaba, que no dudaba en relatar a mis hermanos antes de acostarnos o a mis amigos del cole, sentados en el arenero del patio, mientras los más brutos jugaban al balón prisionero, eran parte de una realidad que no podía compartir con mis mayores.

- Vale, le contesté a la señorita Inmaculada, que se dedicó a enumerar las mil y unas carreras que podía hacer y que seguramente me llevarían a ser una mujer de éxito, en aquella España de finales del franquismo, en la que empezábamos a ver la luz en nuestro país, al menos para las mujeres.

Bastante confundida, escuché los gritos de mis hermanos que me llamaban para que les dejara los patines. Teníamos unos para todos y si estaba allí plantada sin usarlos, les tocaba a ellos.
Me despedí. Faltaba mucho tiempo todavía, refunfuñaba mi madre de vuelta a casa, convencida de que la señorita Inmaculada no tenía por qué meterse en nuestra vida.
Tenía razón mamá, el futuro no existía, yo era feliz jugando en el patio con mis compañeros de clase y peleándome con mis hermanos en su cuarto, porque casi siempre, siendo yo la hermana mayor, quería que hicieran lo que yo quería.

Sin embargo, no pasaba mucho tiempo hasta que otro adulto volvía a la carga con la preguntita. Esta chica llegará muy lejos, aseguraban ignorantes del peso que cargaban sobre mis pequeños hombros.
Porque una niña pequeña por muy avispada que fuera, no entendía más que su destino, su futuro, su verdadera vida, sería cuando fuera mayor, cuando creciera.
Así que crecí deseando que llegara ese futuro dorado y deseado, ese proyecto de futuro que sería realidad para mí según mis mayores.
Quizá olvidándome, en aquellos años de niñez, de montar en patines o colarme en la habitación de mis hermanos cuando mis padres no miraban, porque no eran importantes, había que pasar por encima de ellos con celeridad.

El tiempo fue pasando y la niña con coletas se convirtió en la adolescente universitaria. Siguiendo los pasos de mis mayores que siempre sabían lo que había que hacer, hice aquello que había que hacer en la vida.
Estudiar cuando había que estudiar, asumir responsabilidades en mi puesto de hermana mayor, portarme como una señorita como decían las monjas, llegar a casa pronto cuando salía con las amigas por el barrio y buscar un buen chico con el que casarme, tener hijos y una familia que cuidar.

-¡¡Vivir como Dios manda!!, que decía me decía mi abuelo, cuando iba a verle los domingos, siendo una buena chica y siguiendo las reglas de un juego, que era imposible obviar.

Cualquiera que esté leyendo este post y que me haya conocido, estará un poco indignado. No fui yo ni por asomo esa niña buena de colegio de monjas, aplicada y buena chica que querían para mi mis mayores.

Les doy la razón y les pido paciencia. En mi relato, es aquí cuando la música de violines y la ensoñación de la niña patinando por el parque sirve para introducir lo que fue mi vida y lo que ahora es.

Estoy mirando a Miguel con la bicicleta por la cuesta de la urbanización, camino de la Tejera. No veo nada porque el sol se está poniendo e hiere mis ojos. Mis gafas de sol se las cargó Dani hace meses y no hay dinero para hacerme unas nuevas. 

-Mamá de mayor ¿qué voy a ser yo?, me pregunta mi hijo de seis años,  que ha parado su patinete frente a mis pies y se le ha ocurrido la pregunta sobre la marcha.

-¡¡Falta mucho!!, le digo yo, ahora disfruta del patinete y dile a tu hermano que no se vaya tan lejos, que ya no le veo.
Se marcha todo contento y grita el nombre de su hermano. 

La niña con coletas se ha convertido en la madre de dos niños que hoy montan en bici en los alrededores de la casa de la montaña. Estoy pensando en qué voy a hacer para cenar y en coger un poco de leña para la chimenea porque empieza a hacer frío.
En ese momento suena el móvil y Antonio me dice que está en un atasco, que ha salido tarde del trabajo y que tardará en llegar, que ya no podemos ir hoy a Segovia a la compra.

-Tranquilo, le digo antes de contarle que Miguel cada día va mejor en bicicleta y que el pequeñajo quiere saber qué va a ser de mayor.

-Pues un tío tan listo como él, algo grande en la vida. Empresario, ingeniero, licenciado, profesor, alguien muy importante, seguro....

Me suena la frase. Es humano pensar que nuestros hijos harán grandes cosas en la vida. Esperar demasiado de ellos.
Yo también quiero que sea algo grande.

-Yo, con que sea tan feliz como lo es ahora, me conformo.

-Tienes razón, escucho a mi marido al otro lado de la línea telefónica, imaginando, como veo yo con mis ojos, a nuestro hijo correr cuesta abajo con su sonrisa maravillosa y el cuerpo surcado por la alegría, la paz, la sensación única de tirarse en patinete y sentir el viento en cada poro de tu piel.

Hace fresco ya y la realidad de madre preocupada por catarros, fiebres y días sin poder ir al cole, se me apelotonan en un improperio que lanzo al aire con mis gritos. 

-¡¡A casa todos que está anocheciendo!!, les imponen mis voces amenazantes.

-¿Por qué mamí?, lo estamos pasando genial, asegura Daniel.

-¡Bueno, no siempre se puede hacer lo que uno quiere!...-dejo suspendida la sentencia en el rellano de mis recuerdos.

Soy consciente de que no debía haberla pronunciado. Una lucha a muerte entre la madre responsable y el ser humano convencido de que la vida es una y hay que vivirla lo más felizmente posible, cede su estocada a la evidencia de que no hay mayor enseñanza que predicar con el ejemplo.
Casi al mismo tiempo que mis pensamientos, mi sabio hijo mayor, me recuerda:

-¿No decías, mamá, que todos los sueños se pueden hacer realidad y que si eres feliz todo es posible, que nada malo te puede pasar?.

No contesto. Está confusa mi mente racional, atiborrada de un saber consabido y repetitivo en el que he creído a pies juntillas hasta antes de ayer.

-¡Lo estamos pasando muy bien y somos felices!, ¿qué más quieres, mamá?. Queremos quedarnos un ratito más.

 -Vale, contesto sin añadir nada más.

Juegan diez minutos más y enseguida vienen ambos que tienen frío y que quieren cenar. Tienen mucha hambre y quieren que hagamos el "quiche de la tía Celine", en el horno, con baicon y mucho quesito por encima.

En torno a la mesa, con un pedazo de quiche calentito que nos ha salido de miedo, me pregunto mirando a mi marido poniendo agua en los vasos y escuchando a Daniel contando que han aprendido a poner números en el ábaco de colores del colegio, qué habré hecho yo para merecer tanta dicha, esta clase de felicidad.
Algo he debido de hacer bien...

Crecí pensando en la obligación que tenía con la vida de ser útil, de ser exitosa, de llenar mi curriculum de trabajos cada vez más importantes que me llenaran de orgullo y satisfacción.
Crecí imaginando una vida llena de experiencias, de cosas que pudieran comprarse con dinero, de esa lista de resultados que todos pudieran ponderar tan sólo por saber qué cargo ocupo o cuánto gano.
Creí desear muchas cosas, que ahora que ya es mañana, como dice mi hijo pequeño, se harían realidad para mí sin pensar si esas cosas eran realmente lo que quería hacer.

Quizá por ello, he pasado demasiado tiempo sin ser muy feliz. Sin dar prioridad a montar en patines en lugar de las obligaciones, sin concederme cosas que sí eran posibles: ese viaje maravilloso a Egipto o desperdiciar una tarde hablando con las amigas, si antes no había hecho todo eso que había que hacer. Si no era esa mujer que todos suponían que iba a ser
Anteponiendo mi propia insatisfacción a mi necesidad vital...
Como hacemos todos.

No podía ni imaginar la obligación que teníamos con la vida.
Nadie me dijo que el tributo que tengo que pagar a la existencia es simplemente ser lo más feliz que pueda, y que eso precisamente, es mi misión en la vida.

Nunca es tarde para aprender.
O quizá para desaprender.

Lo descubro hoy, gracias a dos pequeños sabios que tienen aún todas las respuestas. Mirando a los ojos a mujer de cincuenta años que me envía su aprobación y su cariño desde el reflejo del espejo.
Es una vieja amiga. La conocí desde muy niña, cuando iba con coletas y la raya en medio. Cuando aparecía al otro lado de la ventana del cuarto de baño y venía a contarme sus aventuras del colegio o las cosas importantes, esas que merecen la pena.
Esa niña, que todavía aparece en mis imágenes cada mañana cuando me levanto pronto, para hacer los desayunos y llevar a mis hijos al colegio, me guiña el ojo y me sonríe. Me ofrece cada mañana un desafío.

Me pide que corra entre los montones de las hojas del camino al autobús, que baile poniendo la música a tope cuando paso el plumero por el mueble del salón. Me sugiere que me suba a una bicicleta, que busque un nuevo viaje al que ir en vacaciones, que suba corriendo colina arriba en busca de un viejo dólmen, de esos que ahora mismo me trasportan más allá del espacio y del tiempo.
Me anima que tome un café con una amiga, que me coma un trozo de tarta que hemos hecho en el horno mis hijos y yo. Que vaya a una exposición de pintura romántica o que me quede leyendo hasta las tantas El Conde de Montecristo, o uno de esos libros que tan feliz me han hecho siempre.
Que escuche a mi madre contando viejas batallitas o a Daniel que juega en el patio con sus amigos a enterrar tesoros en el arenero para luego volver a encontrarlos. Que ayude a mis hijos con los deberes o los enseñe a montar en bicicleta. Que me acueste con ellos los viernes por la noche con colchones en el salón mientras vemos los Vengadores con palomitas y helado de chocolate de postre. Que mire a los ojos de mi marido y que de la mano volvamos a tener una cita romántica los dos solos, como ayer.

No hay ayer añorado si nuestro hoy es todo aquello que soñamos que iba a ser. No existe mañana si en tu día a día eres completamente feliz.
He venido a darme cuenta años después, pero no me importa.

Cumplir los cincuenta me ha convencido de que, nunca es tarde para vivir el momento, para admirar el cielo estrellado, aunque sea en soledad. Para patinar por el parque, para mirar los pájaros en el jardín coger en su pico un montón de palitos para hacerse su casita o para perderse en los ojos de un niño que sabe aún disfrutar.
Mirar a tu alrededor y pensar en que todo es posible, incluso esa felicidad de la que hablaban los locos, los filósofos o los místicos.

Esa felicidad que está al alcance de todos nosotros, si nos damos un poco de tiempo para desaprender.



 







HOLA A TODOS, CUARENTONES Y DEMÁS ANIMALES...

QUERIDOS CIBERNAUTAS.
CONFIESO QUE ME HE LANZADO SIEMPRE A LAS MÁS TREPIDANTES AVENTURAS. HOY EMPIEZO OTRA, QUE PARA MÍ ES DE LO MÁS INTERESANTE Y ARRIESGADA: ESCRIBIR MIS IMPRESIONES Y MI VIDA POR INTERNET.
¿YO?. YO, QUE SOY CARNE DE DIARIOS ESCRITOS A PLUMA Y RATÓN DE BIBLIOTECA. YO, QUE ANTES DE BUSCAR UN DATO EN EL GOOGLE, SOY CAPAZ DE REVOLVER LA CASA ENTERA PARA ENCONTRARLO EN MIS LIBROS...
SIN EMBARGO, AHORA QUE ESTOY YA EN EDAD DE MADURAR, AHORA QUE HAY QUE IR CON LOS TIEMPOS Y QUE PARECE INEVITABLE EL DECLIVE, BUSCO UNA MANERA DE ENTENDER LA REALIDAD, UNA ALTERNATIVA A DEJARSE LLEVAR POR LO INEVITABLE.
PUEDE PARECER FRÍVOLO O IRREVERENTE, PERO CON MIS CUARENTA AÑOS, ME GUSTARÍA PENSAR QUE AÚN PUEDO APRENDER ALGO DE LA AVENTURA DE VIVIR.
COMO OS DIGO, DISPUESTA A LOS CUARENTA Y A LOS QUE ME ECHEN...