miércoles, 20 de mayo de 2009

PANDEMÓNIUM

-”Sube rápido, venga que cierran”- casi me gritó Antonio para que entrara en el vagón, pues ya estaba sonando el pitido de que el tren se iba.
Con las bolsas, el niño de la mano, el bolso que siempre se te resbala del hombro en el momento más insospechado, y sobre todo, inoportuno, y encima con unos chicos que subían unos maletones enormes y no sabían ni dónde ponerlos, entramos en el último segundo al vagón del tren.
Íbamos camino de El Escorial, y como era sábado, y a las doce de la mañana, pues el tren iba atestado de gente. No quedaba apenas más que un par de sitios, separados, en donde yo, sin mirar mucho más, me senté sin preguntar y cogí al niño en brazos.
No sin clavarle la bolsa a la señora que leía una biblia a mi derecha, ni darle una patada el niño al señor mayor que estaba enfrente, prácticamente a dos milímetros de mi rodilla, que se quejó un poco, y al que claro, tuve que pedir perdón.
Antonio se tuvo que sentar más allá, entre un ciclista y una señora con pañuelo en la cabeza, que si bien no estaba rezando una jalucatoria, al menos lo parecía. Aunque bien pensado, igual estaba jurando también en arameo, porque cara de mala leche, tenía y mucho.
-”¡No te preocupes, si se baja alguien nos ponemos juntos en otro sitio!”, me tranquilizó al ver que casi no podía ni girar la cabeza para moverme o mirarle.
No tenía pinta la cosa, así que me conformé con estar codo con codo con la señora de la Biblia, que enseguida se quedó mirando a mi hijo, y tratando de esquivar rodillazos con el pobre señor que también miraba al rubito de mis rodillas, pero, claro, por otra razón.
El viaje, de casi una hora desde Chamartin, prometía sí señor, máxime al ver que no había sitio libre y que seguramente, en las estaciones siguientes, la cosa se pondría aún peor.
Pero bueno, son gajes del oficio, que no se puede ir un sábado a esas horas a ver la morada de Felipe II, sin codearte con guiris con sus guías en inglés, o con ciclistas o viajeros, que como los de las maletas gigantescas, no paraban de moverse, de intentar acomodarlas en un sitio donde las puertas no se abrieran, sin molestar en lo posible al grupo de chicas que trataban de agarrarse a donde podían para no caerse.
Cuando llevábamos al menos la mitad del trayecto, y reparando en que alguien se había movido y había dos asientos de esos pequeños y abatibles. Ante la perspectiva de comprobar que la rodilla de mi opuesto, estaría ya rayando el color morado oscuro, cogí a mi hijo y lo senté a mi lado, en los pequeños asientos, frente a los viajeros, que también habían encontrado un hueco para recostarse sobre las maletas.
Frente a ellos, y casi tragándome su aliento, de pronto escuché una frase maldita.
-”Pues chico, pensé que en DF íbamos a encontrar más jaleo, a mi no me ha parecido que la cosa sea para tanto...”
Quedó grabado en mi mente, mientras observaba que, colgando de sus barbillas, estaba la maldita mascarilla esa que había visto en la tele. La misma que llevaban todos los que salían del metro de México o aconsejaban que llevaran los que habían estado por allí y volvían a sus países de origen.
Se dispararon entonces las emociones en mi alarmada cabeza. El niño frente a ellos, la posibilidad de que los gérmenes, al estar ellos hablando sin parar, viajaran dos milímetros hacia delante y nos dieran de lleno en la frente, rebotaran en mi boca y la de mi hijo y entraran directamente a mi sistema respiratorio.
-”¡Dios mio, el pandemónium!”, pensé sin poderlo evitar, y me levanté como un resorte de mi asiento, tratando de volver a mi posición original, que si bien estaba a unos centímetros de ellos, al menos quedaban ellos de espalda.
Lejos de imaginar que la dichosa palabrita había aparecido en mi mente, como un recuerdo de algún libro leído de Lovecraf, o la capital de un infierno maldito de Milton, entendí que estábamos en el ojo del huracán, y que si bien había estado pensado que esa pesadilla que contaban en la tele era cosa de los mariachis del Méjico lindo, en realidad, lo tenía frente a mis ojos.
Tiré con fuerza del brazo de Miguel, queriendo salir de allí.
Mi hijo no quería levantarse de la sillita que se subía y se bajaba, y tuve que arrastrarlo, como si hubiera bichos encima. Todo, ante la atónita mirada de mi marido, que en unos segundos me había visto levantarme y sentarme de una silla y volver a mi sitio inicial, ante al atenta y horrorizada mirada de mi amigo el abuelete, que se las prometía muy felices, y sin embargo hubo de vernos de nuevo, cara a cara.
Sonreí, y hubiera querido decirle a gritos que me disculpara, pero que los chicos de las maletas estaban allí con mascarillas, que venían de Df y que seguramente estarían infectados, y que si nos quedábamos allí mucho tiempo, todo el tren se iba a infectar también.
Me callé, claro, al ver las repercusiones de dar alguna explicación, pero, estaba indignada. Pensé en que si estaban infectados con la gripe porcina, bien podían contagiar a cien personas, que al menos en el vagón, íbamos codo con codo, y compartiendo microbios, miasmas y demás zarandajas.
Me puse malísima, hasta me puse a estornudar.
-”Oye, cariño, ¿compramos pan al llegar?”, me pregunta mi marido sin que sea capaz ni de escucharle. Fija como estaba en la boca de los viajeros, que decían algo así como que tenían que estar incomunicados unos días y sobre todo descansando.
Ni contesté ni pude menos que seguir la conversación de la chica que se había levantado de otro sitio, con la mascarilla en la boca, a decirle al chico de las maletas, que había llamado su madre y que les había dejado la casa vacía y la nevera llena para que no tuvieran necesidad de salir siquiera.
-”¡Eso, si, pero os permitís el lujo de meteros en un tren lleno de gente donde podéis contagiar a la mitad de Madrid y parte del extranjero!”, pensé en decir a gritos viendo que los turistas americanos de enfrente, seguían ensimismados en sus guías del Monasterio, completamente ajenos a mi angustia.
Me tensé y fui yo quien dio otra patada al abuelete.
-”Lo siento, perdone, es que estoy un poco nerviosa”, no pude evitar confesar, mientras el pobre hombre decía que hacía mucho calor y que estaba todo atestado, que no me preocupara, que con el niño encima, demasiado bien se estaba portando el pobre.
La de la Biblia empezó a rezar en voz baja, y a punto estuve de decirle que si tenía ella mano con el altísimo, que pidiera para que los tres chicos de Df, no estuvieran contagiados y nos contagiaran a todos, pues dado que mi hijo estaba malito un día sí y otro también, y que yo soy asmática, seguramente seríamos los dos primeros en caer.
-”Pero, ¿qué te pasa cariño?”-me dice mi marido al verme tan nerviosa.
Me acerco a su oído y le digo
-”El pandemonium...”.
Con cara de poker me pregunta ¿queeeeeeeeeee?.
Yo que no se como explicarle lo que he visto y le señalo a los chicos con mascarilla, compruebo que no sólo no me entiende una patata, sino que se ha creído que señalo los cinturones que llevan las maletas, que son del Corte Inglés, y se cree que le digo que son de la casa, ya que mi marido trabaja allí.
Me desespero y le digo que nada, que ya se lo contaré en casa.
Pero no veo la hora de llegar.
Vamos ya por Villalba y los chicos no se bajan del tren.
-”Pero, a dónde c...van?. Mira que si van a la urbanización donde vive mi padre, que es donde vamos nosotros”.
Me tiembla todo, las piernas, y me duele la tripa. Me imagino a todo el vagón infectado, y de ahí a muchos más. Personas, que en sus casas esperan al guiri que vuelva de su viaje a España o al señor de enfrente, contagiándoselo a sus nietos, a su nuera de Venezuela y a su hijo, que sale de viaje a Bruselas todos los Lunes, y ha extendido la enfermedad a toda Europa, pues trabaja en una multinacional.
Y esto era lo que decían que no nos preocupáramos, que no tenía mucha importancia, que se pasará y que si vas en las primeras 48 horas, no pasa nada y hay cura.
Los seres humanos es que no pensamos en las consecuencias que una pandemia puede tener. Pienso recordando la maldita palabra, que yo creía que era pandemónium, y que seguramente por eso mi marido no ha entendido ni jota.
Hemos llegado a la estación. La gente baja las bicis, se agarra al pasamanos y torpemente, arrastra sus cuerpos hacia abajo de la escalera, que para gigantes está hecha, porque para bajar cochecitos de niños o cuerpos maltrechos, no será.
-”Esos llevan mascarillas y vienen de DF”- no me aguanto decir, en cuanto tengo a Antonio a mi lado, y me pregunta qué narices me pasa para que esté tan rara.
Una señora, se da la vuelta y mira como intentan bajar las maletas los dos chicos y la chica, que casi ni pueden bajarla del tren. Se lo dice a su marido, y éste, parece que entiende lo que pasa y los mira aterrado.
-”¿Qué dicen ustedes?”, me pregunta la de la Biblia, que por andar codo con codo todo el viajecito, parece que tiene confianza suficiente para interrumpirnos y preguntar.
Mi marido me mira como si hubiera cometido un delito. Lo último que nos falta es que se entere todo el tren, de la psicosis del pandemónium, que bastante he pasado yo por callarme, para fastidiarlo al final.
-”No, que digo que debe haber mucha alergia, para que esos chicos vayan con mascarilla, que me la tenía que haber traído yo,” le digo a la pobre mujer, que enseguida asiente con la cabeza y se saca un pañuelo de la manga, alegando que ella no puede ya a estas alturas de mayo, ni respirar.
Veo a los chicos meterse en el ascensor con maletas y todo, y nosotros cogemos las escaleras. Solo nos falta convivir en ese mismo espacio unos minutos. Así que con cochecito y todo, abajo que nos vamos y subimos luego las otras escaleras para salir de allí.
Mi marido, camino de la urbanización, lejos ya del tren y habiendo perdido de vista a los infectados, me pregunta qué me ha llevado a pensar que los viajeros vienen de México y que estamos ya contagiados todos nosotros. Lo cual le respondo con pelos y señales, y haciéndome cruces, que estas cosas son como la ley del famoso Murphy ese, que si tiene que pasar, pasará y de lo peor, además.
Mi marido se ríe nervioso y me hace burla, aunque detecto un cierto pánico en su voz cuando ve que el niño se ha liado a estornudar camino de casa de los abuelos.
-”Y si ves que no está bien, le llevamos al pediatra...”, me dice después de decir que si de catástrofes se trata, yo hago la odisea en el espacio, lo menos.
Ya en casa, no cuento a mis tíos, hermanos, primos y mis padres el episodio pandemónico que hemos vivido en el tren.
No se me ocurre, que si no, veo colapsadas las urgencias, al día siguiente.
Porque a toro pasado, porque ya puedo decir que han pasado unos días, bien puede hacerse un relato de humor.
Ahora, lo reitero, ¡qué mala es a veces la imaginación!. ¡Qué mal se pasa!...

HOLA A TODOS, CUARENTONES Y DEMÁS ANIMALES...

QUERIDOS CIBERNAUTAS.
CONFIESO QUE ME HE LANZADO SIEMPRE A LAS MÁS TREPIDANTES AVENTURAS. HOY EMPIEZO OTRA, QUE PARA MÍ ES DE LO MÁS INTERESANTE Y ARRIESGADA: ESCRIBIR MIS IMPRESIONES Y MI VIDA POR INTERNET.
¿YO?. YO, QUE SOY CARNE DE DIARIOS ESCRITOS A PLUMA Y RATÓN DE BIBLIOTECA. YO, QUE ANTES DE BUSCAR UN DATO EN EL GOOGLE, SOY CAPAZ DE REVOLVER LA CASA ENTERA PARA ENCONTRARLO EN MIS LIBROS...
SIN EMBARGO, AHORA QUE ESTOY YA EN EDAD DE MADURAR, AHORA QUE HAY QUE IR CON LOS TIEMPOS Y QUE PARECE INEVITABLE EL DECLIVE, BUSCO UNA MANERA DE ENTENDER LA REALIDAD, UNA ALTERNATIVA A DEJARSE LLEVAR POR LO INEVITABLE.
PUEDE PARECER FRÍVOLO O IRREVERENTE, PERO CON MIS CUARENTA AÑOS, ME GUSTARÍA PENSAR QUE AÚN PUEDO APRENDER ALGO DE LA AVENTURA DE VIVIR.
COMO OS DIGO, DISPUESTA A LOS CUARENTA Y A LOS QUE ME ECHEN...