domingo, 19 de octubre de 2014

Compasión

Confieso, con un poco de vergüenza, que no tengo mucho tiempo para reflexionar. El tiempo y el devenir de la existencia me ha convertido en un personaje muy alejado de aquella mujer interesante, enigmática y aventurera que siempre quise ser. Me ha convertido en una ama de casa que debate la sinrazón de sus días en llevar a los niños al colegio, hacer las tareas de la casa y cuidar la economía familiar, para poder llegar a fin de mes.
Mi cerebro se pasa la vida haciendo cuentas, planeando nuevas estrategias, diseñando platos más baratos, pensando en soluciones que puedan estar a mi alcance en el mundo real, ese que está generado por el dinero que tenemos y lo que podemos gastar.

Es una pena...

Como se pierde la vida en lo cotidiano, en lo urgente, en lo evidente.
Cómo nos engañamos a nosotros mismos con lo visible, con lo que otros nos convencen de que es real, con lo que por narices tenemos que mirar, entre otras muchas cosas, porque nos acosa dicha realidad.

Realidad que acosa, pienso pensando en que tendré que pagar la factura de la luz antes del día 22, si no quiero que me la corten. Realidad que nos acongoja, nos oprime, nos obliga a esperar sentados a que se resuelva una situación tras otra, que siempre tiene que ver con terminar de pagar un plazo, saldar una deuda, dar por finalizada una etapa que siempre tiene que ver con lo material. Curarse de una enfermedad, terminar una etapa de estudios o un trabajo del que te acaban por despedir.
Realidad que se impone, pienso, haciendo una pausa en mis pensamientos de siempre, porque llegó la hora de ir a buscar a los niños al colegio.

Con las gafas de sol, el pelo recogido, refugiada en mi anorak, porque va haciendo frío ya, podría ser cualquier mujer...
Sin vernos los unos a los otros, salgo al mundo real, a ese tan evidente donde nos perdemos todos y en el que nunca nos paramos a reflexionar.

Camino por el paseo lleno de hojas secas, ajena a los pensamientos de los demás. De mi vecina desconocida que camina deprisa y me ha rozado el hombro. Va deprisa y corriendo, camino del coche con las bolsas en la mano para ir a la compra. De un camionero que se ha parado en la cuneta para preguntar si va bien hacia la Nacional II. Del frutero, que con dificultad, porque es evidente que le duele la espalda, saca del camión las cajas de manzanas y peras y las va colocando en el escaparate.
Hay un niño que espera en el coche a que su madre entre en Correos y me saluda con la mano.
Apenas le reconozco y le devuelvo el saludo ignorando si sabe quién soy. Camino más deprisa, sorteando a una mujer muy mayor que camina despacio, temiendo que a cada paso, puedan romperse sus huesos como el cristal. Al tropezar conmigo me ha mirado como si fuera una delincuente común.

Hoy, sin saber por qué, los he mirado uno a uno, a través del cristal oscuro de mis gafas de sol.

Para el espectador soy una más. Formo parte del paisaje. No he hablado nunca con ninguna de esas personas, que como yo, siguen vivos y deambulando por San Rafael.
Es curioso. Todos vamos a lo nuestro, hacemos las cosas que se supone que hay que hacer y seguimos adelante.

El viento arrecia y siento una profunda tristeza. Estamos solos, pienso mirando a la señora de cristal cruzar la calle sin escuchar las protestas de los coches, que la pitan porque se ha dedicado a pasar sin mirar en plena Nacional. Sin poder evitarlo, siento que la melancolía invade mi corazón.

Cuando vivía en la gran ciudad pensaba que en los pueblos todo el mundo sabe de todo el mundo, que había más cordialidad, que la gente se saludaba al pasar. No es así, por lo menos en el mío, concluyo casi en la verja del colegio, donde los grupos desperdigados de mujeres esperan a que salgan sus querubines, saludando un poco por cortesía otro por curiosidad, a la vecina de siempre, a la peluquera o a la mujer del Teniente Alcalde.

Me uno a ellas en un corro que se forma alrededor del pabellón de los pequeños. Los niños salen en fila y apenas reconozco a la profesora y algún niño que habla con mi Daniel.
Le abrazo y siento su amor, su calor. Escucho cómo me cuenta que un niño le ha empujado en el tobogán y que la profa le ha regañado porque se ha portado mal.

-¿Dónde está Miguel?, pregunta siempre, mirando por todos lados a ver si ya ha salido su hermano.

Yo no le escucho, aunque tira de mí camino del pabellón de los mayores. Me he perdido en una conversación ajena. Me ha parecido escuchar que un grupo de mujeres está hablando de otra. Podría ser cualquier mujer, pero sé que hablan de la misma de la que habla todo el mundo, de la que le han quitado a los hijos por incapaz y por no tener recursos económicos.
Es la comidilla del pueblo, y aunque yo no sé quién es quién ni reconozco la autoridad de nadie en este pueblo donde todo se sabe, me he cruzado con ella varias veces en el autobús, esperando a los niños o en la cola del supermercado.

Me hundo en lo más profundo, pensando en una mujer que apenas conozco, que sin saber muy bien por qué me parece entender más allá de lo razonable. Me parece que puedo oír su lamento de desesperación.

-"Todos hacemos lo que podemos", no puedo evitar decir al pasar por el grupo de mujeres que me miran sin saber por qué me he metido en su conversación.

Hay un hombre, aparentemente joven, que me sonríe cómplice y me guiña un ojo. Sé, porque me lo ha contado él, que acude todos los días al cole porque lleva ya mucho tiempo sin trabajar. Está siempre animoso, y lejos de hundirse en la desesperación, actúa como un buen padre atento a sus hijos. Está hablando con una de las mujeres que más dinero tiene del pueblo que va con los pantalones gastados y una gabardina de hace treinta años, y no le importa que sus hijos vayan a un colegio público, porque todos sus amiguitos están allí.

Miguel viene con la mochila llena y sonriente, aunque enseguida me dice que es injusto que siendo tan pequeños tengan tantos deberes, que la profa no sabe lo que es quedarse casi hasta las nueve haciendo cuentas y esquemas de cono, con lo difíciles que son.

-¡¡Si, lo sabe, sí!!, digo recordando que yo misma los hice a su edad y he mandado muchos deberes a muchos alumnos que también me llamaban injusta.

Por un momento, me fundo con la masa de niños y padres, de abuelos, vecinos y familias que ocupamos el patio del colegio de un pueblo cualquiera de Castilla y León.
Desde arriba, desde las alturas, somos un punto en el entramado de un mundo que se pierde en el horizonte, fundiéndose con otros horizontes que apenas llegamos a imaginar.
Una inmensa red nos une a todos en un tiempo y en un espacio donde somos simples motas de polvo en el tapiz colorido que forma la Humanidad en la Tierra, parte del Sistema solar.

Aterrizo después en mi cerebro, en el armario lleno de perchas que reconozco como mío, y que sé que tiene cada una de las personas que hoy me rodean, que apenas se han percatado de que existo. Reconozco un universo infinito de sensaciones, de palabras, de pensamientos, de actos y de consecuencias que tenemos que entender, que comprendo convierte nuestros adentros en un Universo tan grande como el que me atrevo a imaginar hoy a mi alrededor. Ambos tan parecidos, tan complejos y difícil de comprender como el que tengo en mi interior.

Una red que nos mantiene a todos unidos, en la misma sintonía, formando parte de un todo. Un Universo diminuto que es una copia del Universo gigantesco que comprendo hoy.

¿Cómo comprender la bastedad de este Universo, cómo comprender a sus pequeños universos, cómo comprender mi propio e infinito Universo?. ¿Cómo reconciliarse con la soledad, con los Universos incapaces de acercarse al nuestro o el nuestro incapaz de acercarse al de los demás?, me pregunto mirando las acciones de mis iguales, camino de sus coches, de la mano de sus niños, arrastrando las mochilas que pesan tanto como la de Miguel.

Compasión, surge el vocablo en mayúsculas, encendido en neones y subrayado con bombillas de colores.

Compasión, entendida como comprensión del otro, como comprensión y admisión de que todo lo que nos rodea, incluso aquello que no parece identificarnos, en realidad forma parte de nosotros mismos, de nuestra naturaleza, de nuestro interior.

Compasión por el Universo. Compasión por nuestros semejantes, nuestros vecinos, nuestros hermanos o nuestros compañeros y rivales por un puesto de trabajo. Compasión por los que parece que se quedan en el camino o por los que no han sabido hacerlo. Compasión por los que tienen más que nosotros o por los que han jugado mejor sus cartas. Compasión por aquél que no soportas que te quite el sitio para aparcar todos los días o por el jefe que para salirse con la suya te pone la zancadilla y te hace quedar mal.

Compasión por quien no piensa como nosotros o por quien ha elegido un camino tan lejos del nuestro que apenas entendemos que pudiera haber caminos así.Compasión por esos políticos que se quedaron con todo el dinero y sacaron sus tarjetas negras para despilfarrar lo que otros tendrán que pagar con el esfuerzo de muchas jornadas trabajando sin tregua y con poco que llevar a sus hijos a casa.

Compasión, sobre todo, queridos lectores, por nosotros mismos, por nuestra forma de actuar, de equivocarnos, de sabernos en el mundo. Porque aunque todos hacemos lo que podemos, siempre pensamos que podíamos haberlo hecho mejor...


jueves, 2 de octubre de 2014

MÁS PERCHAS

Sabía que si me daba la vuelta para apuntarlo en la pizarra, las tizas y los bolis volarían de un lado a otro de la clase, como pasaba siempre. Así que me limité a decir en voz alta, apoyada en el borde de la mesa, que para el día siguiente tenían que leerse del libro un texto, en la página 48, y luego, lo comentaríamos en clase.

-Buaa, ¡qué largo y vaya coñazo!. Y a mí, ¿para qué diablos me vale esto?- contesta Rafa a voz en grito, con cara de asco, haciendo que toda la clase se ría a carcajadas.

Sin poder evitarlo, y con la misma cara de asco, sabiendo que en el fondo no es del todo culpa suya su ignorancia, le contesto segura y muy alto, mirándolo a los ojos.
-A ti, para absolutamente nada...

Ante la carcajada general de la clase, el empujón que le propina Diego, su fiel escudero, y la algarabía de voces, libros que se cierran, estuches que hablan a través de su cremallera y cabezas que se levantan para irse ya, aunque no ha sonado el timbre, una voz se distingue en lontananza.

Es el empollón de clase, el gafotas, aquél que siempre se sienta frente a mi mesa, que pregunta tímidamente.
- ¿Y de qué sirve, en realidad?- reflexiona un poco para si mismo y un poco también porque le importa de verdad.

Haciendo acopio de paciencia, de valor y de también osadía, pues hablar con los adolescentes no es tarea baladí, sobre todo cuando se trata de hablarles de una vida que ellos no comparten ni por asomo, tuve que pararme a reflexionar.

Me pregunté a mi misma una de esas cuestiones que al ser humano le inquietan y a la vez le fascinan. Una de esas cuestiones que surgen de lo obvio, de lo cotidiano, de lo sencillo. Una de esas cosas tan difíciles de contestar que requieren una reflexión profunda y sesuda. Una cuestión filosófica, vamos, que no tenía ni tiempo ni espacio para desarrollar en mi mente, y mucho menos con la mirada desafiante de Rafa, que por esa bocaza ya estaba insultando a Ramón, que a parte de sacar buenas notas, no sabía de la misa la media.

-Pues, mira, Ramón, es una de las preguntas más importantes y difíciles que me han hecho en la vida.
Es verdad que la ha pronunciado Rafa, que igual es más listo de lo que quiere aparentar, pero quizá incluso a él, que no le interesa la respuesta, quiera escuchar lo que te va a servir a ti en el futuro, eso de venir al colegio y aprender algo de un texto, de una poesía, o de una ecuación de segundo grado.

Vanesa, la delegada de clase, levanta la mano y me dice que sí, que les gustaría saber para qué narices tienen que estudiar tanto si luego se les va a olvidar todo en cuanto termine el curso. Que nunca ha entendido para qué se va a al colegio y para qué hay que aprender tantas cosas inútiles.

Ante un auditorio lleno de caras de expectación, que son más desafiantes que realmente interesadas en la respuesta, hube que recoger el guante.

El lance no tenía escapatoria, por mucho que miré el reloj y me percaté que todavía quedaban casi diez minutos para terminar la clase.

Acudí el repertorio de mi desván atestado de saberes, buscando una vía de acceso fácil de entender que pudiera servir a caminantes como Ramón, enfrascado en sus libros más que en la relación con los demás, un poco por ser el diferente, y un poco también porque en los libros había encontrado más respuestas que en su aburrida realidad.

-Dicen por ahí, que cuando estudias mucho, luego haces una carrera y te haces un hombre de provecho, ganarás mucho dinero, tendrás un puesto de trabajo estable y también interesante, y tu vida será mucho mejor...

-¡¡Eso, eso es lo que dice siempre mi padre!!, apunta Rafa, que con el historial que lleva de repetidor y con seis suspensos por evaluación, está convencido, y sus padres también, de que terminará ayudando a su padre que es pintor de brocha gorda.

La algarabía continúa y quien no asiente con la cabeza se lo dice al de al lado, y vuelve a organizarse un jaleo, que siempre termina porque yo me pongo seria y callada delante de la mesa, mirando el reloj con impaciencia.
Se callan todos al captar la señal. Saben que si no se callan, caerá examen sorpresa.

-Gracias, les digo cuando se hace el silencio. Decía que todo eso que nos dicen siempre, no me parece a mi razón suficiente para aprender. Ganar mucho dinero se puede hacer sin saber "hacer la o con un canuto", y ¿cuántos ingenieros y gente de valor, se pasa la vida en la cola del paro sin entender muy bien qué han hecho en la vida para no haber visto la oportunidad de hacerse millonarios con todo lo que saben?...

-No es eso, al menos no es eso sólo, les digo viendo que me dejan hablar, pues voy a  iniciar un discurso que no han oído hasta ahora, que no es la cantinela de siempre.
Ni yo misma estoy muy segura de lo que voy a decir.

Como yo lo veo, Ramón, el cerebro es un armario gigante esperando que colguemos perchas en él.
Cuando somos pequeños, nos ponen las perchas básicas, esas que nos dicen que sirven para hablar, para comer, para saber cómo es el mundo o para verlo con los ojos de un niño.
Luego, nosotros, al ir creciendo, vamos colgando unas cuantas perchas más.

-¿Perchas?, me pregunta Vanessa. ¿Por qué le llamas perchas?.

-Perchas porque en cada una de ellas se cuelga todo lo que tiene que ver con el conocimiento original, ese que colgó una nueva percha en la barra de nuestro armario.
Por sus caras, veo que no entienden nada.

Vamos a imaginar que alguien te habla de un videojuego nuevo de esos que os gustan a vosotros y que no sabíais que existe.
Si os interesa de verdad, colgaréis una percha en el armario de vuestro cerebro, y en ella todo lo que tenga que ver con él: funcionamiento, trucos que te cuentan amigos que ya han sabido como pasar la pantalla, cosas que os gustan, que os disgustan, Todo lo que tenga que ver de alguna manera con el juego o con algo similar. No os cuento nada si con la experiencia, jugáis con él una y otra vez y lo hacéis parte de vuestra vida. Habréis colgado una percha y en ella todo lo que tenga que ver con ese juego y todos los demás, pues me parece entender en mi pobreza, que son todos parecidos.

Asiente como si lo hubiera comprendido.

-Lo que mola de todo eso, como decís vosotros, está en que, cuando surja algo similar a todo eso que habéis colgado en la percha de videojuego nuevo, como otro similar o una realidad que viváis que tenga algo que ver, el cerebro irá a buscarlo allí y encontrará inmediatamente las respuestas. Se acordará de lo que habéis aprendido, y de esa manera, podréis ser los mejores jugadores o tener a mano todo lo que interesa para jugar a ese juego.

-...ya sé por dónde vas, alega Vanesa tirando el boli rojo encima de la mesa. Así que, cuanto más aprendamos, más perchas tendremos en la cabeza y más cosas podremos resolver. Es eso¿no?.

-Pues tampoco estoy tan segura de eso, les digo con cara de chiste, sabiendo que no por mucho saber, puedes resolver en la vida más problemas.

-Entonces, tronca, ¿para qué sirve saber muchas cosas?.

Pues para ir poniendo más y más perchas y poder tener una cosa, que los mayores a veces ni siquiera llegamos a tener. Para poder tener más criterio, les digo como si estuviera resolviendo el misterio de la vida misma.

Criterio.

La palabra queda flotando entre los tubos fluorescentes del techo y el ambiente cargado de mochilas, lapiceros, cuadernos y pupitres llenos de rayajos.

Nadie dice nada.Como si la palabra fuera algo nuevo para ellos o un tabú del que no se habla.

-Y ¿qué es criterio, me preguntarás, clavando tu pupila azul en mi pupila?- frivolizo, mirando a Ramón, que me mira alucinado, reconociendo en mi broma la famosa frase de las Rimas de Becker, esas que tanto les costó leer, y que casi todos le copiaron, cuando tuvieron que entregar el resumen y el comentario a la profa de literatura.

Criterio: libertad de pensamiento, sensación de que empiezas a entender el mundo que te rodea. Criterio, facilidad para entender la realidad, esa realidad cambiante, mutable y donde vivimos todos sin entender qué pasa o qué nos dicen los demás.
Criterio, capacidad para elegir los cambios, para decidir qué creer, para tratar de aportar algo nuevo a lo que se nos vende: en la tele, la vida, los adultos, los políticos, los anuncios, las modas que ponen otros, el líder que mola, que parece saber todas las respuestas y nos mantiene engañados por nuestra ignorancia.

Criterio para ser capaces de saber dónde estamos, quiénes somos, qué somos capaces de hacer con lo que llevamos dentro. Criterio para saber escoger qué prenda ponernos de la percha de nuestro propio armario, qué camino es el menos peligroso y el que más nos llevará a donde queremos ir.

Criterio para discernir qué es lo que somos, quiénes nos dirigen, si lo que sabemos es una manipulación de la realidad o es real tan sólo para unos pocos.

Criterio o capacidad para pensar, queridos alumnos. Criterio para darse cuenta que de alguna manera todo lo que sabemos, hemos experimentado o nos cuentan es mentira...

Criterio para ser especiales, diferentes, para no dejarnos engañar.
Algo que muy pocos tienen y que todos deseamos tener cuando empezamos a acumular en el armario muchas perchas y surge lo cotidiano, el día a día, los momentos en los que tenemos que tomar decisiones, elegir cuál es el camino mejor para nosotros o decir a otros o a nuestra antigua vida adiós.

Criterio para ser felices, para imaginar una realidad que pudiéramos rehacer para que fuera la nuestra. Criterio hasta si me pones, para amar.

-Ya tronca, y con eso ¿vas a ser millonario o te morirás de asco?. Quizá cuando descubras que todo lo que te cuentan es mentira como tú dices, entonces te darás cuenta de que vives en un infierno, como dice mi viejo siempre, que cuenta la misma cantinela que tú, que siempre está con lo mismo.

-Quizá a tu padre y a todos los que llegan a ese punto, con todos los respetos, les falten por colgar todavía muchas perchas...

El mundo que nos rodea, lo que somos, lo que vemos, nuestros sueños, inquietudes y deseos. Todo lo que tenemos en la cabeza, incluso nuestro lado oscuro, les digo mirando a aquellos a quienes llaman frikis porque son forofos de La Guerra de las Galaxias, es eso, todo lo que tenemos colgado en las perchas de nuestro armario.
Si en un momento no nos convence, si nos quedamos paralizados porque no sabemos resolver un problema o damos tumbos, caminando en círculos que no nos llevan a ninguna parte, tenemos una opción: colgar más perchas.
Por eso me parece a mi vital aprender, estudiar, reflexionar sobre lo que cuentan otros.

-¿Y esas perchas solo se ponen si estudiamos las capitales del mundo, las raíces cuadradas o la revolución industrial?, me pregunta incrédula Vanesa, tratando de entender lo que yo digo, relacionado con todo lo que estudian y les parece un rollazo.

-Todo eso: estudiar una lista de capitales, aprender los mecanismos que nos llevan a resolver una ecuación de segundo grado o entender qué pasaba en Europa en el siglo XVIII para que surgieran las condiciones en Inglaterra que propiciaran una Revolución Industrial, nos enseña cómo meter las perchas en el armario.
Una percha no se cuelga así porque sí. Un conocimiento nuevo tan sólo se integra en nosotros con un gran esfuerzo, con algo que hemos vivido y nos ha enseñado algo, o practicando una y otra vez un procedimiento, o una forma de pensar. Es difícil experimentar una ecuación de segundo grado, por eso hay que aprenderla en clase, hacer muchas, memorizar otras que nos ayudarán el el futuro o simplemente porque aunque ahora no entendamos de qué nos va a servir, tenemos que confiar en los sesudos gobernantes que han elaborado una enseñanza obligatoria, que la ley obliga a tener para pertenecer a esta sociedad.

Ramón asentía con los ojos bajos, como si empezara a entender.

Para mi sorpresa, al verbalizar mis conclusiones, yo también comenzaba a entender.

-El ser humano se pregunta cosas y quiere respuestas. Hay muchas respuestas que ya han dado otros, que ya han resuelto otros, y son esas las que nos interesan, las que nos ahorran mucho tiempo, investigaciones largas y costosas que de otra manera debería hacer cada ser humano cada vez que quisiera responder una pregunta.

Son las preguntas que resolvieron otros las que nos proponemos los educadores que aprendáis. Por muy rollazos que sean, por mucho que os aburran porque parecen no servir para nada, os aseguro que algún día os servirán.

Los empollones, los frikis, las pijas e incluso los malotes de clase, esos que seguían el juego a aquél que presumía de no saber nada y catear todo siempre, como si fuera un héroe nacional, salieron aquel día por la puerta sin alborotar, cuando sonó el timbre que me salvó de tener que responder a más preguntas.

Nunca sabré si aquello les sirvió para algo a aquél grupo problemático al que tuve la suerte de dar clase. Sin embargo, hoy, al recordar con unos amigos en la barra de un bar, por qué no quieren aprender nada nuestros alumnos, nuestros hijos o sobrinos, y por qué las cosas están como están, he recordado con cariño ese idealismo que me convirtió en una profa de Insti un poco diferente a los demás. Una heroína camicace que incluso cometía la desfachatez de reflexionar sobre la vida delante de sus alumnos, que sin que pueda entender yo cómo, me escuchaban sin parpadear.

Hoy tenía ganas de compartir este discurso en este blog, quizá para que me sirva a mi misma, en un momento, donde se impone colgar unas cuantas perchas más. He llegado a comprender, con el criterio que me dan los años y las perchas que ya tengo puestas, que el fondo de mi armario, ya no tiene todas esas respuestas que necesitan mis nuevas preguntas.

Aprender es la respuesta, añadir conocimientos nuevos. El mundo es un lugar mucho más grande del que podíamos llegar a soñar. Sólo depende de nosotros el verlo con otros ojos, y de paso, aprender a ser mucho más felices...


















HOLA A TODOS, CUARENTONES Y DEMÁS ANIMALES...

QUERIDOS CIBERNAUTAS.
CONFIESO QUE ME HE LANZADO SIEMPRE A LAS MÁS TREPIDANTES AVENTURAS. HOY EMPIEZO OTRA, QUE PARA MÍ ES DE LO MÁS INTERESANTE Y ARRIESGADA: ESCRIBIR MIS IMPRESIONES Y MI VIDA POR INTERNET.
¿YO?. YO, QUE SOY CARNE DE DIARIOS ESCRITOS A PLUMA Y RATÓN DE BIBLIOTECA. YO, QUE ANTES DE BUSCAR UN DATO EN EL GOOGLE, SOY CAPAZ DE REVOLVER LA CASA ENTERA PARA ENCONTRARLO EN MIS LIBROS...
SIN EMBARGO, AHORA QUE ESTOY YA EN EDAD DE MADURAR, AHORA QUE HAY QUE IR CON LOS TIEMPOS Y QUE PARECE INEVITABLE EL DECLIVE, BUSCO UNA MANERA DE ENTENDER LA REALIDAD, UNA ALTERNATIVA A DEJARSE LLEVAR POR LO INEVITABLE.
PUEDE PARECER FRÍVOLO O IRREVERENTE, PERO CON MIS CUARENTA AÑOS, ME GUSTARÍA PENSAR QUE AÚN PUEDO APRENDER ALGO DE LA AVENTURA DE VIVIR.
COMO OS DIGO, DISPUESTA A LOS CUARENTA Y A LOS QUE ME ECHEN...