lunes, 11 de diciembre de 2017

Amor para cambiar el mundo



Estaba ya hasta los topes el bus cuando subimos Mónica y yo a coger sitio. No veía un pimiento. Eran las ocho de la mañana y tenía los ojos hinchados. Apenas había dormido, cansado y derrotado mi corazón se hallaba después de una noche de desamor.
Sin sueños coloreados ya de ilusión, sin horizonte claro a donde dirigir mis pasos y cargando en mi espalda una mochila llena de piedras de decepción, vine a escoger un par de asientos libres que encontramos, cediendo mi puesto favorito en la ventana a mi amiga, que animada y llena de energía, comentaba ilusionada que era la primera vez que compartíamos asiento de autobús.

Camino de tierras sorianas, ignorante de mi destino, atravesé kilómetros de desinterés y tristeza, con el soniquete de fondo de consabidas historias de amigas que se conocen demasiado y ya no necesitan escucharse.

-!A ti te pasa algo, amiga, no lo puedes negar,¡ aseguró Mónica al comprobar que, de forma descarada, sus palabras caían al vacío.

Escudada en una montaña de palabras, explicaciones racionales y sentimientos no exentos de cierto victimismo, acabaron mis ojos por desbordar sus límites, vertiendo lágrimas, que un desconocido todavía, al escasos centímetros, en el asiento de pasillo de al lado, ya pendiente de mis movimientos, recogió sobrecogido.

-"La princesa está triste,¿ qué tendrá la princesa?. Sus suspiros se escapan por su boca de fresa", debió preguntar al poeta, resuelto a no cejar en su empeño de encontrar por si mismo la respuesta.
-Todo y nada, hubiera contestado la princesa, a esa pregunta lanzada al aire en aquel espacio cerrado, ajeno y lleno de promesas de nuevos encuentros que yo era incapaz de contemplar.

Cercadas ya las ilusiones, con las fuerzas pendientes de ese hilo que nos une siempre a la existencia milagrosamente, la vida me pesaba demasiado. Sin embargo, me obligaba siempre a prestar atención al presente. Es misión incierta y complicada la que tiene el momento, pues demasiado a menudo estamos enfrascados en el pasado o el futuro inmediato.

Aquella mañana consiguió atraer mi atención. Consiguió que me aferrara al instante, pues aunque quisiera deleitarme en mi fatiga, la realidad me dejó expuesta a la bárbara misión de comenzar una marcha por la montaña para la que no venía preparada ni tenían mis entendederas ninguna intención de emprender.

Mónica me había regalado una excursión por la montaña para celebrar mi 35 cumpleaños, creyendo que lo que en realidad hacía era llevarme a un yacimiento arqueológico como era mi ilusión.


Sin libro de reclamaciones donde estampar una queja, en zapatillas, con mi mochila a la espalda y sin abrigo de pumas, comenzamos la travesía complicada y también fatigosa, para alguien desentrenada como estaba yo después de año y medio de convalecencia tras una maldita operación de espalda.
Asustada, insegura, aferrando mis energías a la creencia de que no podía dar un paso más, vine a preguntarme de nuevo por qué el Universo ponía siempre a prueba mi capacidad de aguante, obligándome a experiencias para las que no tenía recursos para emprender.

Para colmo de males, en medio de la lucha sin cuartel para seguir adelante, recuerdo que el cielo empezó a tronar. Debía estar enfadado, furioso, alerta siempre a acontecimientos fuera de control, que apenas comprende, y a una realidad que se impone, sin dejarnos elegir.
Tan enfadado estaba, como yo...

Centrada en mi propia infelicidad, mezclando mis lágrimas con la lluvia. Aferrada a zarpazos a cuantos hierbajos, piedras o brazos que me ofrecían su ayuda, superé la cima de mis esperanzas, con el pelo revuelto y sudando como un pollo.
Sin escuchar mis reproches, el Universo me hablaba de nuevo, sin que yo atinara a escucharlo. A mi lado, un brazo amigo ya apoyaba mi cuerpo,  acompañaba mis pasos, sujetaba mi paraguas y alentaba mi caminar vacilante.

No somos conscientes, empeñados en otros asuntos más importantes, de lo que puede suponer un segundo, lo que puede enseñarnos una imagen. El Universo ya había hecho las presentaciones, ya había trazado su plan, ya me ofrecía un aperitivo como preludio de mi nueva vida.
Mi vida, sin que yo lo sospechara, empezaba en la cima de aquella montaña que trataba de alcanzar a zarpazos, sin tiempo para mirar a quien estaba a mi lado y te miraba a los ojos por primera vez.

Cuan ciegos estamos los humanos ante los milagros que la vida nos ofrece a cada instante. Porque la vida es un milagro, sí. Un enigma, una película en la que los protagonistas, nosotros mismos, somos incapaces de apreciar sus matices, sus consecuencias, su importancia, su trascendencia.
Cuando pasa el tiempo, cuando nuestro cerebro rememora esos momentos, cuando por fin decidimos entender, comprendemos lo importante que puede ser un segundo, un encuentro, un momento que se repite hasta el infinito en nuestros recuerdos, cada día más llenos de detalles y hechos que quizá no ocurrieron pero que van formando parte de nuestro imaginario, y de nuestra verdad.

Aquél día en que conocí al que hoy es mi marido, aquella excursión con una amiga que abrió el capítulo más importante de mi vida, aquel día hace ya quince años que cambió el trascurso de mi historia, que me sumergió en la vida que ahora disfruto, apenas era capaz de bucear más allá de mi propio dolor, de mi propia inseguridad.

Sin embargo, fruto del paso del tiempo, de la cantidad de veces que hemos relatado esta historia a amigos, familiares y a nuestros hijos, todo eso que vivimos el día que nos conocimos, en lo único que estamos de acuerdo los dos, es que ambos eramos incapaces de entender la felicidad que ese día nos proporcionaría.La clase de aventura que viviríamos a partir de entonces.
Nos encontramos milagrosamente en un entorno imposible para ambos pero que ha sido el escenario de toda nuestra vida.
Saliendo de nuestra propia realidad, encontramos otra que ha resultado maravillosa, ahora que nos gusta coleccionar recuerdos, quince años después.

Si profundizo además en la consabida historia( para familiares y amigos) de que nos separamos sin siquiera cruzar los números de teléfono, y que el desconocido montañero montó un dispositivo infalible para encontrar a la princesa llorona, sin cejar en su intento hasta casi un mes después, adelanto quizá una historia paralela que merece otra entrada de post, pues es aún más increíble que nuestro encuentro de vida.

Porque nuestra vida, nuestro milagro, empezó entonces.

Vida no exenta de dificultades, de escollos, de momentos que quisiéramos olvidar, y que seguramente no dejarán más poso que el que decidamos dejar impreso en nuestros recuerdos. Vida llena de retos, algunos de ellos resultaron casi imposibles, de tropiezos, de momentos duros y callejones que parecían sin salida.
Vida vivida demasiado deprisa a veces y, paradójicamente, casi interminable en la rutina, en el día a día, en todo eso que tenemos que enfrentar los humanos a cada instante, para el que a veces dudamos que seamos hábiles o capaces de vivir.
Pero vida, desde entonces, siempre en plural, unidos en un mismo proyecto y con el mismo destino, remando al unísono en el mar impetuoso. Conscientes siempre de la suerte que tenemos de poder haber descubierto la vida a través de los ojos del otro, a través de la vida compartida, discutida, comparada y pensada, pero siempre orientada a todo esto que nos hace felices.

En eso también somos afortunados. Desgraciadamente no ignoramos la cantidad de parejas que son felices individualmente y a duras penas se ponen de acuerdo en la vida compartida.
No somos capaces de explicar cómo lo hacemos. Somos dos desconocidos que se conocieron por casualidad, con la vida ya hecha, las esperanzas ya formadas, los años ya vividos y las experiencias llenando hasta los bordes nuestras mochilas de decepción, y sin embargo, somos capaces de ser felices en plural.

Quizá por todo lo vivido en singular durante años, quizá por tantas equivocaciones, fracasos, silencios exentos de esperanza y preguntas que el Universo no supo contestar cuando estábamos solos, somos capaces ahora de apreciar esa felicidad compartida que supone luchar cada día por salir adelante, por educar juntos a nuestros hijos, por verles aprender día a día a ser buenas personas.
Nos hace felices a ambos viajar, salir al mundo, ampliar los horizontes o comprobar que el mundo es mucho más grande de lo que pensamos en nuestro interior. Descubrir viejas ruinas en la cima de una montaña o apreciar la belleza de un dolmen solitario, que resulta ser, para nuestros hijos, una puerta a otras dimensiones. Que efectivamente lo es...

Hemos aprendido a comer esas hamburguesas que detestábamos del Mac Donnals, porque a Daniel le gusta el muñequito que sale en el Happy meal. Y por inexplicable que parezca, después de años de no hablar más que de Pokemon, Yo kai y de Bob Esponja, aún nos divertimos mucho viendo tirarse a nuestros pequeños en un trineo, aunque tiritemos de frío y nos partimos de risa con sus ocurrencias.

Hemos aprendido a bailar en la lluvia y somos incluso capaces de apreciar la belleza de los números rojos en la cuenta, cuando sabemos que hemos gastado el dinero en disfrutar.
Damos gracias todavía por todo lo vivido, lo aprendido e incluso lo discutido, pues después del tiempo, seguimos pasando una tarde lluviosa de domingo, ojeando los miles de álbumes repletos de fotos de una familia siempre sonriente.

Somos conscientes del milagro de la vida, del milagro de ese encuentro mágico que rememoramos cada año y en el que añadimos más y más pedacitos de historia que seguramente no ocurrieron de verdad.

Somos conscientes de que el amor es el único motor para cambiar el mundo, la rutina, la desilusión, la desesperanza.

Amor para cambiar el mundo. Amor que nos impulsa a seguir pensando que ese horizonte desdibujado que parece cada día más cercano, es el destino al que nos dirigimos siempre, felices, juntos y con la seguridad de haber construido algo grande, algo mágico y perfecto: nuestra familia, todo eso que siempre quisimos ser.

martes, 21 de noviembre de 2017

Tiempo de desaprender

He cumplido los cincuenta.
Es una fecha de esas como para tomárselo en serio. Pensar en el sentido de la vida, recordar viejos tiempos que ya no volverán. Empezar a hacer inventario de existencia, aplicarnos más eso del "debería" para convertirlo en realidad.
Al menos eso dicen...
Hoy sin embargo, después de días, meses y años de aprendizaje, descubro que precisamente, es tiempo de desaprender.
Con la raya en medio y dos coletas bien apretadas, porque decía la abuela que el pelo siempre tenía que ir recogido, la falda por las rodillas, mis botas altas con cremallera y mis patines puestos, escuché llamarme aquella tarde a mi madre porque había aparecido la profesora y tenía que saludarla.

-Hola Pilar, estaba aquí con tu madre comentando tus notas. Y le estaba preguntado qué vas a ser de mayor- me miró fijamente la señorita Inmaculada aquél día en el parque de Berlín, interrumpiendo mi vuelta por la pista de patinaje.

No me extrañó. Los adultos se empeñaban siempre en insistir sobre eso, precisamente, cuando éramos pequeños.

Parecía sencilla pregunta, que mi hermana solía contestar al instante, diciendo que sería enfermera, o mi hermano, piloto de carreras de fórmula 1, y sin embargo, para mí era un enigma de difícil resolución. Por mucho que me la hicieran, venía a alterar siempre la calma de una existencia feliz, sin muchas preguntas. 

-No sé...contesté, con miedo a defraudar a mi madre, enfrente de la tutora.

Sabía de sobra que ellos terminaban la frase por nosotros, a fin de cuentas, eran ellos quien sabían cómo era la vida y lo que había que hacer.

-¡¡¡Una niña tan lista como tú tiene que ser algo grande!!!. Empresaria, licenciada, profesora de universidad, mujer trabajadora que viaja por el mundo, sabe idiomas, gana mucho dinero...-profetizaba la señorita Inmaculada.

Mi madre, pendiente de mi hermano pequeño que iba de cabeza al lago, me dejó sola ante el peligro. Solía dejar que o bien mi padre, o los tíos o las profesoras del cole, me dijeran lo que tenía que ser, porque ellos sí sabían de vivir la vida. A fin de cuentas, poco podía recomendarme a mi lo que había hecho ella, cuidar de pequeños terroristas todo el día, hacer de cocinera, de economista, de perfecta ama de casa, con cuatro duros que le daba mi padre y pocas alegrías que compartir en soledad.

Así que la niña con coletas y las rodillas siempre llenas de moratones creció convencida de que los mundos imaginarios que inventaba, que no dudaba en relatar a mis hermanos antes de acostarnos o a mis amigos del cole, sentados en el arenero del patio, mientras los más brutos jugaban al balón prisionero, eran parte de una realidad que no podía compartir con mis mayores.

- Vale, le contesté a la señorita Inmaculada, que se dedicó a enumerar las mil y unas carreras que podía hacer y que seguramente me llevarían a ser una mujer de éxito, en aquella España de finales del franquismo, en la que empezábamos a ver la luz en nuestro país, al menos para las mujeres.

Bastante confundida, escuché los gritos de mis hermanos que me llamaban para que les dejara los patines. Teníamos unos para todos y si estaba allí plantada sin usarlos, les tocaba a ellos.
Me despedí. Faltaba mucho tiempo todavía, refunfuñaba mi madre de vuelta a casa, convencida de que la señorita Inmaculada no tenía por qué meterse en nuestra vida.
Tenía razón mamá, el futuro no existía, yo era feliz jugando en el patio con mis compañeros de clase y peleándome con mis hermanos en su cuarto, porque casi siempre, siendo yo la hermana mayor, quería que hicieran lo que yo quería.

Sin embargo, no pasaba mucho tiempo hasta que otro adulto volvía a la carga con la preguntita. Esta chica llegará muy lejos, aseguraban ignorantes del peso que cargaban sobre mis pequeños hombros.
Porque una niña pequeña por muy avispada que fuera, no entendía más que su destino, su futuro, su verdadera vida, sería cuando fuera mayor, cuando creciera.
Así que crecí deseando que llegara ese futuro dorado y deseado, ese proyecto de futuro que sería realidad para mí según mis mayores.
Quizá olvidándome, en aquellos años de niñez, de montar en patines o colarme en la habitación de mis hermanos cuando mis padres no miraban, porque no eran importantes, había que pasar por encima de ellos con celeridad.

El tiempo fue pasando y la niña con coletas se convirtió en la adolescente universitaria. Siguiendo los pasos de mis mayores que siempre sabían lo que había que hacer, hice aquello que había que hacer en la vida.
Estudiar cuando había que estudiar, asumir responsabilidades en mi puesto de hermana mayor, portarme como una señorita como decían las monjas, llegar a casa pronto cuando salía con las amigas por el barrio y buscar un buen chico con el que casarme, tener hijos y una familia que cuidar.

-¡¡Vivir como Dios manda!!, que decía me decía mi abuelo, cuando iba a verle los domingos, siendo una buena chica y siguiendo las reglas de un juego, que era imposible obviar.

Cualquiera que esté leyendo este post y que me haya conocido, estará un poco indignado. No fui yo ni por asomo esa niña buena de colegio de monjas, aplicada y buena chica que querían para mi mis mayores.

Les doy la razón y les pido paciencia. En mi relato, es aquí cuando la música de violines y la ensoñación de la niña patinando por el parque sirve para introducir lo que fue mi vida y lo que ahora es.

Estoy mirando a Miguel con la bicicleta por la cuesta de la urbanización, camino de la Tejera. No veo nada porque el sol se está poniendo e hiere mis ojos. Mis gafas de sol se las cargó Dani hace meses y no hay dinero para hacerme unas nuevas. 

-Mamá de mayor ¿qué voy a ser yo?, me pregunta mi hijo de seis años,  que ha parado su patinete frente a mis pies y se le ha ocurrido la pregunta sobre la marcha.

-¡¡Falta mucho!!, le digo yo, ahora disfruta del patinete y dile a tu hermano que no se vaya tan lejos, que ya no le veo.
Se marcha todo contento y grita el nombre de su hermano. 

La niña con coletas se ha convertido en la madre de dos niños que hoy montan en bici en los alrededores de la casa de la montaña. Estoy pensando en qué voy a hacer para cenar y en coger un poco de leña para la chimenea porque empieza a hacer frío.
En ese momento suena el móvil y Antonio me dice que está en un atasco, que ha salido tarde del trabajo y que tardará en llegar, que ya no podemos ir hoy a Segovia a la compra.

-Tranquilo, le digo antes de contarle que Miguel cada día va mejor en bicicleta y que el pequeñajo quiere saber qué va a ser de mayor.

-Pues un tío tan listo como él, algo grande en la vida. Empresario, ingeniero, licenciado, profesor, alguien muy importante, seguro....

Me suena la frase. Es humano pensar que nuestros hijos harán grandes cosas en la vida. Esperar demasiado de ellos.
Yo también quiero que sea algo grande.

-Yo, con que sea tan feliz como lo es ahora, me conformo.

-Tienes razón, escucho a mi marido al otro lado de la línea telefónica, imaginando, como veo yo con mis ojos, a nuestro hijo correr cuesta abajo con su sonrisa maravillosa y el cuerpo surcado por la alegría, la paz, la sensación única de tirarse en patinete y sentir el viento en cada poro de tu piel.

Hace fresco ya y la realidad de madre preocupada por catarros, fiebres y días sin poder ir al cole, se me apelotonan en un improperio que lanzo al aire con mis gritos. 

-¡¡A casa todos que está anocheciendo!!, les imponen mis voces amenazantes.

-¿Por qué mamí?, lo estamos pasando genial, asegura Daniel.

-¡Bueno, no siempre se puede hacer lo que uno quiere!...-dejo suspendida la sentencia en el rellano de mis recuerdos.

Soy consciente de que no debía haberla pronunciado. Una lucha a muerte entre la madre responsable y el ser humano convencido de que la vida es una y hay que vivirla lo más felizmente posible, cede su estocada a la evidencia de que no hay mayor enseñanza que predicar con el ejemplo.
Casi al mismo tiempo que mis pensamientos, mi sabio hijo mayor, me recuerda:

-¿No decías, mamá, que todos los sueños se pueden hacer realidad y que si eres feliz todo es posible, que nada malo te puede pasar?.

No contesto. Está confusa mi mente racional, atiborrada de un saber consabido y repetitivo en el que he creído a pies juntillas hasta antes de ayer.

-¡Lo estamos pasando muy bien y somos felices!, ¿qué más quieres, mamá?. Queremos quedarnos un ratito más.

 -Vale, contesto sin añadir nada más.

Juegan diez minutos más y enseguida vienen ambos que tienen frío y que quieren cenar. Tienen mucha hambre y quieren que hagamos el "quiche de la tía Celine", en el horno, con baicon y mucho quesito por encima.

En torno a la mesa, con un pedazo de quiche calentito que nos ha salido de miedo, me pregunto mirando a mi marido poniendo agua en los vasos y escuchando a Daniel contando que han aprendido a poner números en el ábaco de colores del colegio, qué habré hecho yo para merecer tanta dicha, esta clase de felicidad.
Algo he debido de hacer bien...

Crecí pensando en la obligación que tenía con la vida de ser útil, de ser exitosa, de llenar mi curriculum de trabajos cada vez más importantes que me llenaran de orgullo y satisfacción.
Crecí imaginando una vida llena de experiencias, de cosas que pudieran comprarse con dinero, de esa lista de resultados que todos pudieran ponderar tan sólo por saber qué cargo ocupo o cuánto gano.
Creí desear muchas cosas, que ahora que ya es mañana, como dice mi hijo pequeño, se harían realidad para mí sin pensar si esas cosas eran realmente lo que quería hacer.

Quizá por ello, he pasado demasiado tiempo sin ser muy feliz. Sin dar prioridad a montar en patines en lugar de las obligaciones, sin concederme cosas que sí eran posibles: ese viaje maravilloso a Egipto o desperdiciar una tarde hablando con las amigas, si antes no había hecho todo eso que había que hacer. Si no era esa mujer que todos suponían que iba a ser
Anteponiendo mi propia insatisfacción a mi necesidad vital...
Como hacemos todos.

No podía ni imaginar la obligación que teníamos con la vida.
Nadie me dijo que el tributo que tengo que pagar a la existencia es simplemente ser lo más feliz que pueda, y que eso precisamente, es mi misión en la vida.

Nunca es tarde para aprender.
O quizá para desaprender.

Lo descubro hoy, gracias a dos pequeños sabios que tienen aún todas las respuestas. Mirando a los ojos a mujer de cincuenta años que me envía su aprobación y su cariño desde el reflejo del espejo.
Es una vieja amiga. La conocí desde muy niña, cuando iba con coletas y la raya en medio. Cuando aparecía al otro lado de la ventana del cuarto de baño y venía a contarme sus aventuras del colegio o las cosas importantes, esas que merecen la pena.
Esa niña, que todavía aparece en mis imágenes cada mañana cuando me levanto pronto, para hacer los desayunos y llevar a mis hijos al colegio, me guiña el ojo y me sonríe. Me ofrece cada mañana un desafío.

Me pide que corra entre los montones de las hojas del camino al autobús, que baile poniendo la música a tope cuando paso el plumero por el mueble del salón. Me sugiere que me suba a una bicicleta, que busque un nuevo viaje al que ir en vacaciones, que suba corriendo colina arriba en busca de un viejo dólmen, de esos que ahora mismo me trasportan más allá del espacio y del tiempo.
Me anima que tome un café con una amiga, que me coma un trozo de tarta que hemos hecho en el horno mis hijos y yo. Que vaya a una exposición de pintura romántica o que me quede leyendo hasta las tantas El Conde de Montecristo, o uno de esos libros que tan feliz me han hecho siempre.
Que escuche a mi madre contando viejas batallitas o a Daniel que juega en el patio con sus amigos a enterrar tesoros en el arenero para luego volver a encontrarlos. Que ayude a mis hijos con los deberes o los enseñe a montar en bicicleta. Que me acueste con ellos los viernes por la noche con colchones en el salón mientras vemos los Vengadores con palomitas y helado de chocolate de postre. Que mire a los ojos de mi marido y que de la mano volvamos a tener una cita romántica los dos solos, como ayer.

No hay ayer añorado si nuestro hoy es todo aquello que soñamos que iba a ser. No existe mañana si en tu día a día eres completamente feliz.
He venido a darme cuenta años después, pero no me importa.

Cumplir los cincuenta me ha convencido de que, nunca es tarde para vivir el momento, para admirar el cielo estrellado, aunque sea en soledad. Para patinar por el parque, para mirar los pájaros en el jardín coger en su pico un montón de palitos para hacerse su casita o para perderse en los ojos de un niño que sabe aún disfrutar.
Mirar a tu alrededor y pensar en que todo es posible, incluso esa felicidad de la que hablaban los locos, los filósofos o los místicos.

Esa felicidad que está al alcance de todos nosotros, si nos damos un poco de tiempo para desaprender.



 







martes, 19 de mayo de 2015

Recibiendo PROSPERIDAD

Viendo caer los copos de nieve por el ventanal del salón, danzando curiosos en un baile mágico, que acababa con la muerte de cada una de sus bailarinas sobre la alfombra del suelo o sobre las arizónicas del jardín, Manuel no pudo zafarse de la añoranza. Recordaba cuánta alergia le daban a su mujer por mucho que las cortara, o cómo solía crecer la hiedra por la pared, provocando no pocas veces las iras de sus vecino de al lado, que se pasaba la vida recordándolo que tenía que arrancar de cuajo aquella mala hierba.
Nunca lo hizo. De hecho, siempre había sido proclive al ya lo haré mañana, o cuando esté menos cansado o ocupado que hoy.

El gato de su vecino rumano apareció pisando sigiloso la nieve virgen de su rellano. Lo miró a los ojos con aquellos caramelos llenos de fuego y algo se le quebró dentro. Se apoyó las manos en su espalda. ya de por sí dolorida. para enderezarse un poco. Sentía el terrible peso de la más absoluta soledad.
El iris del gato le ofreció la película de su vida pasada, esa que en blanco y negro le recordaba un tiempo que ya no iba a volver. Un tiempo de prisas, de sensación de que el reloj había acelerado sus manecillas y corría contra él mismo, contra su llegada al trabajo, o a la hora que tenía que entregar los informes, incluso cuando iba a la compra a por víveres y había demasiada cola de mujeres desocupadas. ralentizando su llegada a casa, cuando a él le faltaban minutos para acabar el día.

Años en los que la casa estaba llena de niños, de gritos, de coches tirados por el suelo, que solía pisar en cuanto venía del trabajo, cansado, harto y de mal humor.
Su mujer, en chándal y con el pelo sucio, trataba inútilmente de hacer los deberes con sus dos hijos mayores, mientras en el fuego se hacían los macarrones y la pequeña no dejaba de berrear en su cuna, pues reclamaba la atención de aquellos que tanto ruido hacían abajo.
Nunca estaba la cena hecha y pocas veces aquellos querubines le venían a recibir a la puerta con besos, dibujos o abrazos como en las películas americanas. Y eso que, siendo como era el cabeza de familia y trabajando como trabajaba, como un burro, hubiera merecido una exhibición de sus hijos al estilo holiwodiense, por lo menos.

Quizá por esa mezcla de desilusión, aislamiento, cansancio y por estar falto de amor su corazón, tardó poco en enfermar de resentimiento y de encolerizarse con la vida. Había dejado en el baúl de su decepción la compra de aquél coche que tanto le gustaba, las vacaciones en alguna paradisíaca playa del Caribe o tomar un café con los compañeros de trabajo, charlando animadamente de lo que en el fin de semana había pensado hacer. Le daba vergüenza reconocer que su vida personal se limitaba a arreglar las estanterías del cuarto del mayor, limpiar las hojas del jardín o ir a buscar leña más barata al pueblo de enfrente.
Se pasaba la vida discutiendo con Clara en lugar de llevarla a un spa o a las rebajas a comprarse un buen traje para ir al teatro o al cine ellos solos. No había enseñado a patinar a sus hijos por el parque. No había gastado su dinero más que en lo razonable y su racanería llegaba a límites tan exagerados como para engrosar su cuenta corriente hasta cifras que ya al final de su vida, jamás llegaría a aprovechar.

Tenía tantos ceros en su cuenta corriente como soledad acumulada en sus hombros doloridos. Ni sus hijos ni su ex mujer, ni siquiera sus hermanos o amigos, habían aguantado sus malas pulgas, sus arranques de cólera o sus quejas continuas cuando, por designios del Destino, su matrimonio no pudo tirar de la cuerda un poco más o su trabajo le dejó en la estacada entrado ya en la cincuentena, sin darle margen para encontrar algo mejor donde aferrar su experiencia y sus años de bilis contenida que siempre acababa por resolver los problemas de su jefe.

Manuel se había sentido estafado por todo y por todos. Apenas le quedaba ya resquemor que desperdiciar más que con la vecina del final de la calle, con la que se ensañaba de vez en cuando, porque dejaba las basuras desperdigadas, o con el del banco, cuando comprobaba que sus acciones no habían subido lo que hubiera deseado y eso que llevaba toda una vida de fidelidad.

-¡Viejo amargado!, le habían llamado el otro día en un bar donde había desahogado parte de su negatividad, tratando de contarle a una mujer ebria lo mal que le había tratado la vida.

Realmente lo era, y no había ya marcha atrás.
Había aceptado tanto su condición, su papel en la vida, que ni siquiera había considerado la invitación de su hija a cenar en Navidad con sus nietos, siendo tan cobarde incluso, que había inventado una nueva discusión con ella. Todo, con tal de no aceptar que en realidad no había dejado de sorprenderle su generosidad, pues después de todo el daño que le había hecho, por lo menos un gracias hubiera sido de ley alegar.

Pero Manuel no era capaz de ver ya más allá de los copos de nieve del jardín o del gato de los vecinos rumanos, que tanto ruido hacían los sábados por la noche. Su bilis se hacía presente en las múltiples denuncias, en su genio y en hacer la vida imposible a cuantos se acercaban a su espacio.
Se bañaba cada noche en su propia decepción, tragándose esa sopa de arrogancia que cada día le hacía más daño a su úlcera de estómago.

Sólo había algo que le hacía dudar de su cordura, de su vida llena de experiencias o de su malestar fundamentado en una vida vivida sin mucha suerte, quizá porque recién maltratado por la vida, Manuel no había llegado a conocer ni a sus progenitores ni una buena universidad donde fundamentar sus saberes, ni nada más que lo que se hubiera ganado él con el sudor de su frente.
Ese algo, mejor dicho,ese alguien, se llamaba David y era un vecino del pueblo que no tenía más disfraz que sus ropas viejas y su gorro de felpa.
Acudía cada día, en su paseo matinal por la montaña cercana al chalet de Manuel, haciendo el mismo recorrido y con la misma sonrisa.
Sin saber muy bien por qué, cada mañana, le esperaba impaciente asomado a la cristalera de su salón para verle aparecer.
Le saludada amablemente si se lo cruzaba cuando iba a tirar la basura, y trataba de darle conversación, sin mucho éxito, por cierto, pues Manuel no era proclive a amabilidades y mucho menos a pegar la hebra con desconocidos de poca monta y menos posibles.

-Buenas, vecino, ¿ha visto qué día más bonito hace hoy?. Voy a ver si cojo un poco de leña y así de paso hago ejercicio, que buen resultado me da, para seguir en forma a nuestra edad.

Manuel, aunque la nieve llegaba a un palmo y jamás hubiera pensado que eso era un día bonito, decidió obsequiarle con algo parecido a una sonrisa.

-Este paisaje es una bendición de la vida. ¿Le apetece venirse a dar una vuelta conmigo?- le sorprendió David invitándolo sinceramente.

Manuel sintió tambalear su seguridad. Ni loco. ¿Una vuelta?, ¿a estas horas y con todo nevado?, ¿con un desconocido, a la montaña?. Debe pensar que soy un tarado o que estoy lo suficientemente solo y desesperado como para cometer un desatino.

- ¡¡Hay que estar dispuesto, vecino, a recibir prosperidad!!, aseguró, mirando los ojos de un asustado  Manuel con más franqueza y verdad de lo que recordaba haber visto nunca.

Una pregunta obligó a su mente a abrirse a la evidencia. ¿Cuántos años hacía que no daba una vuelta por aquella montaña?.
Enseguida lo recordó, hacía más de veinte años que no paseaba por aquellos bellos parajes que tenía la suerte de poder disfrutar cada día desde su ventana, y que en ese momento reconocía en la vidriera de su salón.

En unos minutos se vio con su zamarra de invierno, sus botas nuevas de hacía más de veinte años y su palo de peregrino, aquél que compraron en Santiago en su luna de miel. Apenas podía creerlo, no era capaz de imaginarlo y sin embargo era verdad. Allí estaba él, haciendo algo inesperado, recorriendo parte del camino con un desconocido sonriente y locuaz que no hacía sino elogiar el paisaje nevado, ilustrarle con la descripción y el nombre de las plantas y pájaros que tenía en el repertorio de sus saberes y sintiendo sobre sus mejillas el fresco aire del viento azotando sus mejillas.

Por vez primera, sintió cada uno de sus miembros helados, cada célula de su cuerpo, cada uno de los copos que se quedaban pegados en su barba. Algo le inquietaba extremadamente, sin embargo. Muerto de frío, con aquél ridículo aspecto, tenía que reconocer que sentía algo parecido al bienestar. Sentía orgullo, se sentía bien consigo mismo. Jamás hubiera pensado que era capaz de aquél esfuerzo que había olvidado que podía hacer.

David parecía inmensamente feliz. Como si se concediera el derecho a aprovechar el momento, como si fuera capaz de tragarse de un solo golpe toda la dicha que le rodeaba, sin dudar un segundo en que todo aquella maravilla era en parte ese reino mágico donde todos somos capaces de hallar nuestro sitio y brillar.
Incansable, parecía no hacer ningún esfuerzo. De vez en cuando se paraba simplemente a mirar a su alrededor, a aspirar el aire puro, a sonreír.

Manuel no pudo menos de mirar a su alrededor. Aquellos parajes eran el paisaje que veía desde su ventana, aquellos que recorrían sus hijos con palos y con sus mochilas, aquellos que había evitado ver porque tenía mucho trabajo, venía cansado y no tenía ganas ni tiempo para recorrer. Aquel paisaje consabido, conocido y cercano, era un mundo nuevo que, a sus setenta y tantos años, veía por primera vez.

-¡Creo que me he perdido muchas cosas en la vida, sabe!- aseguró bajando la cabeza, como si sus ojos se hubieran abierto de pronto y no pudiera soportar tanta luz.

David le miró con condescendencia.
-Vivimos aquello que necesitamos vivir. Ningún tiempo es perdido, ninguna oscuridad está carente de luz. Lo que hemos vivido es precisamente lo que somos...

Aquello era más de lo que un viejo amargado como él podía llegar a soportar. Tuvo ganas de echar a correr, bajar la montaña y refugiarse a arroparse bajo sus mantas en su cama incómoda de seguridad. Olvidar un día nevado como aquel en el que un desconocido, indigente y sin lugar donde caerse muerto, le estaba enseñando lo afortunado que era en verdad.
Sin embargo, sus pies estaban clavados en el suelo.

...sin un lugar donde caerse muerto, recayó Manuel mirando los harapos de su vecino.

-Tengo un abrigo que no me pongo y un jersey que me tejió mi suegra hace años que no me he puesto nunca, quizá puedan servirte a ti, propuso casi avergonzado.

David sonrió.
-Si no lo usas, quedaría muy agradecido...

Le acompañó a su casa y ese día comió caliente, se duchó en una ducha de verdad y salió vestido con toda la ropa que Manuel le entregó sin dudar ni un segundo que él le daría mucha más utilidad que su armario apolillado.
Cuando su invitado se hubo marchado, prometiéndo que volvería al día siguiente, sin saber muy bien por qué, cogió el teléfono y llamó a su hija. Sin que ella acertara a entender la razón tampoco, aceptó la invitación de su padre a pasar un fin de semana en su casa, con sus hijos, no muy convencida si todo aquello iba a funcionar.

Manuel respiró aliviado y se dio cuenta de que estaba muy cansado. Había sido un día en el que había vivido con intensidad.
Cerró los ojos agradecido y durmió toda la noche de un tirón.








lunes, 23 de marzo de 2015

Instantáneas para la eternidad.


Ayer leí un artículo sobre la necesitad que algunas personas han creado de hacerse un selfie, colgarlo en internet o en sus móviles y mandarlo a sus amigos. Son imágenes de todo lo que hacen, de lo que comen, de dónde han estado y lo felices que son.
Parece ser que la mayoría de esas personas, según las encuestas, lo hacen como exhibición, para colgarse un trofeo, y la causa intrínseca está en que no acaban de disfrutar, de ser felices ni en sus momentos más especiales. 
He estado pensando en ello...

Suena el móvil, estoy de camino al colegio, a recoger a mis hijos. Lo abro pensando que es algo importante. Ah, no pasa nada, es una foto mandada por whatssap de un amigo que está comiendo en un restaurante con su chica.
-"Que disfrutéis mucho", voy dando a las teclas mientras camino deprisa por la acera de la derecha, de la Nacional VI.
Casi me tuerzo un pie con una piedra en el camino, menos mal que ha sido un simple tropiezo.
Al instante llega otra instantánea. Es un selfie de ellos dos sonriendo.

Recojo a mis hijos, volvemos a casa y después de comer suena el móvil de nuevo.
En esta ocasión es mi hermano. Está dando un curso de esos que da de programación o no se qué en Arabia Saudí. Es una nota de audio.
La enciendo y sale un rezo prolongado, profundo e incomprensible. Me pone los pelos de punta.
Es la oración que mis alumnos están haciendo ahora mismo, escribe mientras nos envía una foto de cuatro tipos inclinados sobre sus alfombras con salvase a la parte en primer plano.
Alucino. En el mismo día he visto un chuletón de buey a la pimienta y unos tíos rezandoa Alá, con tan sólo pulsar un botón.
Le envío una foto de mis hijos comiendo sus macarrones con tomate y con la boca sucia y una nota de audio con Danito, diciéndole a su tío Luis que venga pronto su hijo Oscar, que hace mucho que no le ven porque viven en Barcelona.
Miguel le contradice.
-No hace tanto, Dani,¡ le vimos la semana pasada en Skype!.

Tiene razón mi hijo. El mundo está cambiando, y nosotros con él. Ayer mandé una factura por whatssap y me mandaron del colegio un informe que tengo que escanear y firmar, y volverlo a mandar sin pasar por la oficina. No conozco al novio de mi vecina todavía pero he visto cómo hace la compra, conduce su coche y cómo se encontraron hace dos semanas, porque me lo mandó todo en directo por whatssap. Tampoco he visto a los hijos de mis primos y sin embargo tengo fotos de ellos vestidos de pastorcillos en la función de su colegio.

Hace años que no veo a muchos amigos, unos viven en Malasia y los otros a escasos kilómetros de mi casa, y sin embargo saben casi todo de mi porque hablamos todas las semanas por el móvil, y les mando fotos de las cosas que hago y digo, aunque no los he abrazado hace décadas.
He vivido un año en Barcelona y mis padres nos veían a diario por skype, y aunque no habían estado en mi piso, sabían cómo era tan sólo por pulsar un botón. No he visto la reforma de la casa de mi hermana en directo y sin embargo he visto hasta el último rincón por los vídeos que nos ha mandado. Y aunque no he ido al hospital, he visto cómo entraba mi padre al quirófano con su gorro verde segundos antes de que el camillero traspasara el umbral. He visto los primeros pasos de mi sobrino, la caída de mi otra sobrina en la bici y cómo se viaja en un trineo sin subirme a él porque con una cámara tienes esa misma sensación.

-¡Si el abuelo levantara la cabeza!, le digo a mi madre, recordando a su progenitor, loco de la tecnología, la fotografía y las fotos bien hechas, en los albores del siglo XX, que si hoy pudiera tener acceso a todo esto, pensaría aquello de que "haberlas hailas, como las meigas".

Nada de esto nos extraña, es lo normal, le explico a la foto de mi abuelo, reflexionando que mis necesidades  y las de los hombres de mi tiempo son otras y también la forma de percibir el mundo, la realidad, a los demás.

- Pero, ¿somos más o menos felices?. ¿Por qué lo hacemos?. ¿Son estas personas seres infelices que se dedican a mostrar lo que viven a los demás por exhibicionismo, como decía el artículo, o es que estamos inmersos en una clase de realidad que nos ha cambiado a nosotros mismos y la manera que tenemos de relacionarnos con nuestros seres queridos?.

Un poco de todo, seguramente.

Analizo lo que yo hago, tratando de no juzgar a mis semejantes, partiendo de mi propia experiencia.
Hasta el mes de agosto pasado no tenía ni whatssap, ni datos en el móvil ni una cámara de vídeo con la que mandar nada. No sabía lo que era un selfie, ni mandaba notas de audio para no tener que escribir.
Con mi móvil por si me pasaba algo, y una cámara en ristre, que reservaba tan sólo para los viajes u ocasiones especiales, me dedicaba, y me sigo dedicando, a fotografiar todo aquello que merece ser fotografiado.
Un paisaje maravilloso, una puesta de sol, una palmera que rasca el cielo, un banco con dos ancianos que se miran eternamente, un monumento que me deja boquiabierta, la sonrisa de Miguel cuando mira a su hermano, a mi marido regañando a Danito, a mis hijos en los columpios. A Antonio sin corbata ni chaqueta, con mangas de camisa, tirado en la hierba con sus hijos volando sobre su cabeza.
Una estatua con mis hijos encaramados en ella, una foto improvisada cuando todos se ríen a carcajadas o un salto de esos en el aire que me hacía mi abuelo para verme volar, y que yo ahora me encargo de hacerles a mis hijos cada vez que vemos unas escaleras y yo imito a mi antecesor.

Con un abuelo como el mio, incapaz de salir de casa con sus nietos sin una cámara colgada del cuello, empeñado siempre en hacernos sesiones de fotos interminables que luego nos ponía en su proyector una y otra vez. Habiendo aprendido que la felicidad se puede volver a vivir, si eres capaz de inmortalizar esos momentos, seleccionarlos, sacarles una instantánea y luego rescatarlos del olvido encendiendo un proyector, quizá sea lógico que yo me empeñe en dar una oportunidad al momento para volver a ser, para destacarlo del fondo y vivirlo de nuevo, como revivía yo mi infancia cuando mi abuelo encendía su proyector de diapositivas.

Tengo un recuerdo imborrable de un cuarto de estar de fantasías. Mis hermanos y yo, mi abuela repasando calcetines y mi madre recosiendo un dobladillo, volvíamos a vivir esa visita al Monasterio del Escorial, o una merienda en el Pardo, el cumpleaños de mi hermano pequeño, la boda de mis padres, mi bautizo o el de mis hermanos, viéndonos crecer mientras comíamos un bocadillo de foi gras.
Hoy veo crecer a mis hijos en mi ordenador, envejecer a mis padres, hacerse adultos importantes a mis hermanos y llenar mi rostro de experiencias en esas instantáneas que hicimos para la eternidad.
Y mantengo un deseo incontrolable de compartir todo eso que una foto me enseña de lo vivido, lo aprendido y lo sufrido.

Quizá mucha gente no lo entienda, pero me paso, a veces, mañanas enteras recreando momentos mágicos, como me enseñó mi abuelo. Sentada frente al ordenador y abriendo archivos cargados con imágenes de mis hijos bajando la cuesta de la montaña nevada en trineo, soplando las velas en su cumpleaños o buscando entre los archivos las fotos aquellas del crucero que hicimos y en los que se nos ve más jóvenes e inmensamente felices.
Sonrío mirando al cielo, estoy segura de que mi abuelo está conmigo, disfrutando tanto como entonces con las fotos de su nieta con diez años, saltando en el retiro mientras le hacía una instantánea.

Me he desviado de lo que decía el artículo. En realidad me importa poco por qué la gente cuelga sus imágenes en internet o si quiere tener un trofeo.
Sentada frente a las fotos de un viaje que hemos hecho hace unos días, me siento profundamente agradecida a ser una mujer del siglo XXI, capaz de hacer magia con su cámara y poder dar color a imágenes a todo aquello que guardo en la memoria, en mis escritos y en mi imaginación. Todo lo que elijo como tapiz donde tejo mis recuerdos, mi felicidad ya vivida, mi capacidad para entender lo afortunada que soy por lo vivido ya.

Le doy gracias a la tecnología, al espacio y al tiempo por haberme hecho ciudadana de un mundo que explorando todo aquello en lo que mi abuelo soñaba a principios del siglo XX  es hoy una realidad.
Y mando un whatssap al cielo con la foto de mis hijos comiendo macarrones y un selfie mio, con una nota de audio que dice
-"Abuelo, tenías razón, se puede hacer una instantánea para la eternidad y al revivirla, volver a ser feliz".


jueves, 5 de marzo de 2015

Lifelines

Linea de la vida, carretera por donde las almas se lanzan a la gran aventura de vivir. Marcas que nos muestran el camino, señales que vemos, sentimos, intuimos como parte de ese mensaje que debemos aprender.
Destino. Carretera de peaje que ya nos gustaría recorrer a todos, con un porche a toda velocidad. Sin embargo, desde la más tierna infancia, nos empeñamos, o se empeñan algunos, que salgamos de la autopista para recorrer todas esas salidas que vemos a la derecha. Autopistas sin peaje, carreteras comarcales, secundarias, incluso caminos de cabras.
Elijamos lo que elijamos, suframos en el camino o disfrutemos del paisaje, vislumbro la vida en ese camino que recorremos, unas veces en soledad, otras acompañados por indeseables o con el amor de nuestra vida.
Sea lo que sea que veamos por la ventanilla, las veces que tengamos que parar para arreglar una avería o seamos conductores o no, siempre, un camino de esperanza, una línea que hay que recorrer, sin saber la mayoría de las veces, por qué algo o alguien se empeña en que lo recorramos.
Ignorantes, quizá hasta el final de nuestro camino, que esa línea, la hemos elegido nosotros mismos.



miércoles, 19 de noviembre de 2014

Cuarenta y siete años, sí...

Con el cuerpo apoyado en la barandilla de la terraza, la abuela Pilipam se revuelve impaciente. Espera ver llegar el coche que vendrá cargado con un poco de sentido a su cansada existencia. 

No sabe que es azul, ni por asomo imagina qué marca tiene o qué es un monovolumen, pero intuye que en cuanto de la vuelta y lo vea enfilar la calle, entenderá que su semana de médicos y noches sin dormir, se teñirá de colores y sabrá que de algo sirvió vivir más de la cuenta, cuando siente que poco pinta ya.

El timbre de la puerta la sobresalta en lo más íntimo y abandona su puesto bruscamente, para lanzarse al telefonillo a contestar. No escucha nada pero abre la puerta. Supone que si no se trata de la familia, ya detendrá alguien en el camino al intruso que se atreva a entrar.

Dos muñecos irrumpen en su regazo en décimas de segundo, el tiempo necesario para abrir la puerta y dejarla entornada, pues empieza a hacer frío ya.

- ¡¡Abuelaaaaaa!!, grita Danito aferrado a su faldón gastado, a su delantal lleno de lamparones y a sus débiles rodillas que parecen acusar el golpe con la misma ternura con que unas manos pequeñas son capaces de demostrar.

Sus ojos enterrados en arrugas, apagados, débiles y casi en penumbra, se llenan de lágrimas de felicidad que nublan la visión de Miguel, que ha subido los escalones con su PSP entre las manos y que está enfadado porque su padre y yo no le dejamos que la ponga en marcha todavía, hasta que no salude a su abuela y terminemos de comer.

-Pero madre, ¿es que no oías?. ¡¡Que llevamos llamando más de diez minutos!!. Me he dejado las llaves en casa y ya creía que te había pasado algo. No están los tíos y no sabíamos qué hacer.

La abuela Pilipam no escucha, de sobra sabe que su hijo la vuelve a regañar por algo que no tiene que ver con lo que es su responsabilidad. Abraza y besa embelesada a Miguel, el niño de sus ojos, cogiéndolo de la mano y arrastrándola hasta el cuarto, que fue de sus hijos, hoy lleno de juguetes, muñecos y toda clase de peluches que ha ido recolectando, Dios sabe de donde, y que esperan a que sus nietos los vengan a utilizar.

-¡¡No hago más que pensar en vosotros, mi vida, mira lo que te he comprado en el Corte Inglés el otro día!!. Estaba deseando que lo vieras para ver tu reacción.

Miguel, que ya es un entendido informático y que sueña despierto con Minecraft y con la Nintendo 2DS, desgarra un paquete que lleva en sus entrañas un tren que ya le compró hace unas semanas, y que se cargó su hermano nada más abrir la caja.

Con esa decepción poco contenida, como sólo sabe expresar un niño, la mira incrédulo, con un poco de resquemor en la mirada, leyendo enseguida su abuela, que no ha acertado en su elección.

-¡¡Ya lo tenemos, abuela!!. Pero si nos lo compraste hace menos de un mes, la mira casi reprochando a su abuela, que se haya confundido tanto en lo que le gusta a él.

Pilipam siente que un mazo aplasta de un golpe su ilusión y baja los ojos.

Danito sin embargo, diciendo a voz en grito que ya lo tenemos pero que le gusta, rompe la caja y se dispone a destrozar el juguete nuevo, en los mismos términos que ya lo hizo la vez anterior, esta vez sin dar tiempo siquiera a poner las pilas que Pilipam ha dejado sobre la mesa, metidas en un sobre, para que funcione la máquina del tren.

Los deja discutiendo sobre quién abre la caja o quién monta las vías y, renqueando, se llega hasta la cocina. Allí la espera la dichosa vitrocerámica, que la tiene harta, pues no se hace todavía con el fuego para hacer el arroz.

Entre suspiros y alguna queja que reclama al viento, la veo apoyarse con sus brazos poderosos, sobre la encimera de la cocina, sin atender a entender qué dejó listo y si tenía que echar el arroz o las gambas, que las tiene preparadas en dos cuencos que se entretiene en mirar.

Por un momento, su cabeza se ha quedado suspendida, perdida, buscando entre sus recovecos una orden que la empuje a actuar.

-¿Quieres que pruebe el caldo?. pregunto tímidamente, sabiendo que me alargará la cuchara casi inmediatamente, como hace casi todas las veces. Ya sabes que yo soy muy sosa, Pilar, pero lo pruebo si quieres, que tiene muy buena pinta.

-No, hija, tú no eres mala, no, me dice y me deja un poco perpleja. Eres como un ángel que cuida de mis niños y que haces todo lo que puedes por ellos. Me paso la vida rezando para que Antonio vuelva a casa y estéis todos juntos. Que esos niños no crezcan sin su padre, dice con lágrimas en los ojos.

Un nudo en la garganta me aprieta fuerte. Sé que Pilipam está sufriendo por nuestra situación, por mucho que no se entere bien lo que está pasando. Sé que apenas recuerda que hoy es mi cumpleaños, que hemos venido con los niños con una tarta con velas. Sé que no sabe ni qué hace apoyada en la encimera o que no recuerda que pastilla tiene que tomar a cada hora si no es porque su hija le pone todo escrito en unas cajitas con etiquetas y carteles.

Sé que apenas me ve, me oye o sabe cómo me llamo. Que ya no se rige ni por el reloj ni el calendario colgado en la cocina. Que lo mismo le da comer magdalenas y café a la hora de comer, que pescado en el desayuno.
Sé que a sus ochenta y un año, que hoy parecen pesarles más que nunca sobre sus robustos hombros, apenas reconoce a la señora de pelo gris que aparece cada mañana mirándola en la ventana trasparente del baño, desde donde la mira incrédula y un poco decepcionada.

La veo reflejada en el cristal de mis gafas, indefensa, con el disco duro recién formateado, pero con conocimiento suficiente como para entender que no es su tiempo y su espacio este donde vive, Que ya no es la protagonista de su propia vida. El tiempo la ha convertido en un personaje secundario, casi molesto e inútil, de esos que el guionista no tardará en prescindir.

Un escalofrío, conocido y cruel me alcanza. Intuyo la certeza terrible de que tarde o temprano todos llegaremos a ser ese personaje secundario que ya no brilla en escena, que no está en su cenit.

Miro en sus ojos toda esa vida vivida que me ha contado mil veces y que siempre repite cuando alguien se acerca a escucharla, consciente además de lo difícil que es escuchar.

Veo a una mujer fuerte, valiente, decidida, joven, recién llegada a Madrid con ansias de comerse el mundo con un delantal para servir. Veo su imagen emprendedora, abriéndose camino en un mundo nuevo que nunca imaginó desde la explanada del Espolón de Toro, lugar del que salió sin atreverse a soñar que allí llegaría a conocer hasta el mismísimo Gregorio Marañón.

Veo a la madre protectora y exigente que se afanaba en que sus hijos aprendieran de los libros todas esas lecciones que ella no puedo aprender. Veo a la mujer coqueta con su abrigo rojo, camino del encuentro con su enamorado. Hombre que le acompañaría durante toda su vida, en las penas y las alegrías, en el trabajo y los sinsabores. Y la veo, en el pasar de las estaciones, envejecer, apoyando en silencio al trabajador infatigable que llegaba a casa a comerse el plato de comida y a tumbarse un rato la siesta en su sillón de orejas, ese que ocupa ahora ella, porque él se marchó.

Pilipam, una niña asustada con cabeza plateada, agarrada a la barandilla del parque viendo cómo juegan los niños a su alrededor. Temerosa de integrarse en el paisaje, buscando entre las caras de los otros un espejo donde mirarse y donde reconocer una cara amiga.
La veo cansada, abrumada por un tiempo que ya no entiende, soportando dolores de un cuerpo que ya no es el suyo, pero que le recuerda a cada momento lo que abusó de él. Que le recuerda tantos años que ya no volverán.

-¡¡¡Bendita juventud!!!, exclama haciéndose eco de mis pensamientos, mirando mi vestido algo escotado y mis zapatos con un poco de tacón. Elogiando, a su manera, pues no es Pilipam mujer que se prodiga en halagos, más bien todo lo contrario, que sea siga siendo tan joven y que mi presencia de alguna manera insulte la suya.

-¡¡Pero, si ya no soy joven Pilar, acabo de cumplir 47 años!!, digo a voz en grito, como hago siempre ahora, que por ser mi cumpleaños parece que me siento en la obligación de aclarar mi edad a la gente que no se atreve a preguntar. Como si una mujer madura, no se atreviera a confesar tamaña realidad.

.¿Que tienes ya 47 años ?, pregunta con los ojos abiertos, mirándome de arriba a abajo, comprobando que efectivamente no debe estar en el mundo real.

Cuarenta y siete, sí...pienso con gran orgullo, mirando a mis hijos discutir por el tren o a mi marido leyendo el periódico en la mesa del salón. Sin complejos o sin temer haberme perdido nada en mi ya terminada juventud. Intuyendo qué no daría la abuela Pilipam en este momento por detener el tiempo y retroceder hasta aquellos tiempos en los que tenía 47, como yo.

Cuánta vida volvería a vivir de la mano todavía de su marido, asustada y temerosa de que un futuro incierto esperara a sus hijos, como realmente fue, pero con tiempo todavía para salir por el barrio, para correr las calles, para sentir el sol en la piel. Para regañar al panadero porque si te descuidas, te da el pan duro de ayer o para elegir una por una las mandarinas y recriminar al frutero todas las peras que tuvo que tirar ayer.

Con tiempo para reír a carcajadas o llorar amargamente. Para subirse a un coche, para dirigir su propio presente. Para decidir qué poner de comer o lo que iban a hacer el fin de semana en su casa de la sierra. Con tiempo para seguir regañando a sus hijos o meter en un sobre los ahorros para el veraneo en la playa. Con tiempo, para ser la protagonista de su espacio. Para llevar la comida a su madre, para preocuparse por la prima Amelia o por su hijo que no tenía un trabajo todavía y no sabía lo que iba a ser de él.

- Con más tiempo, me dicen sus ojos siempre llorosos, cada día más pequeños, sin usar palabras o discursos, tan sólo por su triste mirar.

Pienso en mis ya cuarenta y siete años.

No me parecen, si hago repaso rápido a mi existencia, más que un parpadeo en el tiempo, por mucho que me cuesta cada día llegar a las diez de la noche y ver a mis angelitos en la cama durmiendo después de una dura jornada de colegio, deberes y caretas de Halloween que hay que terminar para mañana.

Observo a la mujer del espejo que me mira con vehemencia.

Quisiera preguntarle qué piensa de lo que soy, de este personaje adulto, que va directo a la cincuentena, que ahora de pie, en la cocina de Pilipam se afana en poner la mesa y en darle a cucharadas el arroz a Danito, mientras escucha a su suegra la misma cantinela de cada Domingo que se acercan a comer con ella.

Me da miedo. Lo mismo la mujer del espejo se atreve a abrir la boca y contestar.

Como si me escuchara hablar en voz alta, como siempre ocurre, desde que hace doce años su camino se cruzó con el mio e hizo que camináramos juntos por el mismo sendero que me ha conducido hoy hasta aquí, veo en la ternura con que me mira Antonio, todas esas respuestas que no dejo a mi yo trasparente pronunciar.

Vida vivida. Tiempo que merece la pena vivir, pienso mirando a mi suegra arrastrar su cuerpo hasta la cocina, con los platos sucios. Merece la pena, ocurra lo que ocurra.

Ocurra lo que ocurra, reverbera el eco en mi interior.

Tiempo que se nos concede. Años que llenamos con nuestros actos, nuestros pensamientos y deseos, que siempre quedarán impresos en unos ojos empequeñecidos por el paso del tiempo.
Consecuencias que dejamos con letras de molde en el libro de nuestra vida, en la gente que conocemos, en quien influimos, en los hijos que dejamos por el camino de la vida que no veremos cómo terminan sus propias historias, porque el tiempo se nos acabará.

Anécdotas, encuentros y desencuentros, personas que marcaron nuestro camino y otras que nos hicieron dudar sobre nuestro papel en la función que representamos queramos o no.
Errores, equivocaciones, caminos que quisiéramos haber evitado para no tener que aprender determinadas lecciones que marcaron nuestro destino.
Unos renglones escritos en las líneas de nuestras manos, en las patas de gallo de nuestros ojos, en los surcos de nuestro rostro. Imagen que ven los demás de nosotros, que ignoramos e ignoraremos siempre lo que piensan de verdad.

Aventuras que vivimos y otras muchas que nos hubiera gustado vivir. Emociones que no experimentamos, lotería que no llegamos nunca a ganar, lugares que no llegamos a visitar o personas que no llamaron a nuestra puerta o pasaron de largo.
Sueños que todavía no se han hecho realidad y nos ayudan en el día a día, como a la abuela Pilipam, en el filo ya de su historia, a seguir adelante, aunque sólo sea por volver a ver los ojitos emocionados de un niño sacando un regalo de su envoltorio de colores.

Vida que nos hubiera gustado protagonizar, historias paralelas y felices que todos guardamos en el desván de nuestros recuerdos, que nos fueron ayudando a soportar horas de trabajo, dificultades económicas o momentos de máxima tensión cuando algo en nuestro interior se truncó.

Todo eso, todo lo vivido, lo sentido, lo imaginado, lo anhelado. Todo lo bueno y todo lo malo.
Los rencores por desencuentros, las desilusiones con los demás, los encuentros apasionados que acabaron en lágrimas de decepción, los malentendidos, las discusiones que duraron años, mantenidas con los hilos de las justificaciones.

Todo lo que vivimos y lo que no. Lo que fue real para nosotros o lo que soñamos formará parte de nosotros, de nuestro cuerpo, nuestro puesto en el mundo cuando dejemos de ser los protagonistas de nuestra historia y como Pilipam asistamos mudos a representar un papel secundario que no tardará en desaparecer.

Nuestra vida pasará como una película repetida, como un bucle incesante que hasta el final nos recordará lo que fuimos, lo que hicimos, lo que fuimos capaces de soñar.

De momento 47 años, sí, aunque espero ver pasar muchos más...








domingo, 19 de octubre de 2014

Compasión

Confieso, con un poco de vergüenza, que no tengo mucho tiempo para reflexionar. El tiempo y el devenir de la existencia me ha convertido en un personaje muy alejado de aquella mujer interesante, enigmática y aventurera que siempre quise ser. Me ha convertido en una ama de casa que debate la sinrazón de sus días en llevar a los niños al colegio, hacer las tareas de la casa y cuidar la economía familiar, para poder llegar a fin de mes.
Mi cerebro se pasa la vida haciendo cuentas, planeando nuevas estrategias, diseñando platos más baratos, pensando en soluciones que puedan estar a mi alcance en el mundo real, ese que está generado por el dinero que tenemos y lo que podemos gastar.

Es una pena...

Como se pierde la vida en lo cotidiano, en lo urgente, en lo evidente.
Cómo nos engañamos a nosotros mismos con lo visible, con lo que otros nos convencen de que es real, con lo que por narices tenemos que mirar, entre otras muchas cosas, porque nos acosa dicha realidad.

Realidad que acosa, pienso pensando en que tendré que pagar la factura de la luz antes del día 22, si no quiero que me la corten. Realidad que nos acongoja, nos oprime, nos obliga a esperar sentados a que se resuelva una situación tras otra, que siempre tiene que ver con terminar de pagar un plazo, saldar una deuda, dar por finalizada una etapa que siempre tiene que ver con lo material. Curarse de una enfermedad, terminar una etapa de estudios o un trabajo del que te acaban por despedir.
Realidad que se impone, pienso, haciendo una pausa en mis pensamientos de siempre, porque llegó la hora de ir a buscar a los niños al colegio.

Con las gafas de sol, el pelo recogido, refugiada en mi anorak, porque va haciendo frío ya, podría ser cualquier mujer...
Sin vernos los unos a los otros, salgo al mundo real, a ese tan evidente donde nos perdemos todos y en el que nunca nos paramos a reflexionar.

Camino por el paseo lleno de hojas secas, ajena a los pensamientos de los demás. De mi vecina desconocida que camina deprisa y me ha rozado el hombro. Va deprisa y corriendo, camino del coche con las bolsas en la mano para ir a la compra. De un camionero que se ha parado en la cuneta para preguntar si va bien hacia la Nacional II. Del frutero, que con dificultad, porque es evidente que le duele la espalda, saca del camión las cajas de manzanas y peras y las va colocando en el escaparate.
Hay un niño que espera en el coche a que su madre entre en Correos y me saluda con la mano.
Apenas le reconozco y le devuelvo el saludo ignorando si sabe quién soy. Camino más deprisa, sorteando a una mujer muy mayor que camina despacio, temiendo que a cada paso, puedan romperse sus huesos como el cristal. Al tropezar conmigo me ha mirado como si fuera una delincuente común.

Hoy, sin saber por qué, los he mirado uno a uno, a través del cristal oscuro de mis gafas de sol.

Para el espectador soy una más. Formo parte del paisaje. No he hablado nunca con ninguna de esas personas, que como yo, siguen vivos y deambulando por San Rafael.
Es curioso. Todos vamos a lo nuestro, hacemos las cosas que se supone que hay que hacer y seguimos adelante.

El viento arrecia y siento una profunda tristeza. Estamos solos, pienso mirando a la señora de cristal cruzar la calle sin escuchar las protestas de los coches, que la pitan porque se ha dedicado a pasar sin mirar en plena Nacional. Sin poder evitarlo, siento que la melancolía invade mi corazón.

Cuando vivía en la gran ciudad pensaba que en los pueblos todo el mundo sabe de todo el mundo, que había más cordialidad, que la gente se saludaba al pasar. No es así, por lo menos en el mío, concluyo casi en la verja del colegio, donde los grupos desperdigados de mujeres esperan a que salgan sus querubines, saludando un poco por cortesía otro por curiosidad, a la vecina de siempre, a la peluquera o a la mujer del Teniente Alcalde.

Me uno a ellas en un corro que se forma alrededor del pabellón de los pequeños. Los niños salen en fila y apenas reconozco a la profesora y algún niño que habla con mi Daniel.
Le abrazo y siento su amor, su calor. Escucho cómo me cuenta que un niño le ha empujado en el tobogán y que la profa le ha regañado porque se ha portado mal.

-¿Dónde está Miguel?, pregunta siempre, mirando por todos lados a ver si ya ha salido su hermano.

Yo no le escucho, aunque tira de mí camino del pabellón de los mayores. Me he perdido en una conversación ajena. Me ha parecido escuchar que un grupo de mujeres está hablando de otra. Podría ser cualquier mujer, pero sé que hablan de la misma de la que habla todo el mundo, de la que le han quitado a los hijos por incapaz y por no tener recursos económicos.
Es la comidilla del pueblo, y aunque yo no sé quién es quién ni reconozco la autoridad de nadie en este pueblo donde todo se sabe, me he cruzado con ella varias veces en el autobús, esperando a los niños o en la cola del supermercado.

Me hundo en lo más profundo, pensando en una mujer que apenas conozco, que sin saber muy bien por qué me parece entender más allá de lo razonable. Me parece que puedo oír su lamento de desesperación.

-"Todos hacemos lo que podemos", no puedo evitar decir al pasar por el grupo de mujeres que me miran sin saber por qué me he metido en su conversación.

Hay un hombre, aparentemente joven, que me sonríe cómplice y me guiña un ojo. Sé, porque me lo ha contado él, que acude todos los días al cole porque lleva ya mucho tiempo sin trabajar. Está siempre animoso, y lejos de hundirse en la desesperación, actúa como un buen padre atento a sus hijos. Está hablando con una de las mujeres que más dinero tiene del pueblo que va con los pantalones gastados y una gabardina de hace treinta años, y no le importa que sus hijos vayan a un colegio público, porque todos sus amiguitos están allí.

Miguel viene con la mochila llena y sonriente, aunque enseguida me dice que es injusto que siendo tan pequeños tengan tantos deberes, que la profa no sabe lo que es quedarse casi hasta las nueve haciendo cuentas y esquemas de cono, con lo difíciles que son.

-¡¡Si, lo sabe, sí!!, digo recordando que yo misma los hice a su edad y he mandado muchos deberes a muchos alumnos que también me llamaban injusta.

Por un momento, me fundo con la masa de niños y padres, de abuelos, vecinos y familias que ocupamos el patio del colegio de un pueblo cualquiera de Castilla y León.
Desde arriba, desde las alturas, somos un punto en el entramado de un mundo que se pierde en el horizonte, fundiéndose con otros horizontes que apenas llegamos a imaginar.
Una inmensa red nos une a todos en un tiempo y en un espacio donde somos simples motas de polvo en el tapiz colorido que forma la Humanidad en la Tierra, parte del Sistema solar.

Aterrizo después en mi cerebro, en el armario lleno de perchas que reconozco como mío, y que sé que tiene cada una de las personas que hoy me rodean, que apenas se han percatado de que existo. Reconozco un universo infinito de sensaciones, de palabras, de pensamientos, de actos y de consecuencias que tenemos que entender, que comprendo convierte nuestros adentros en un Universo tan grande como el que me atrevo a imaginar hoy a mi alrededor. Ambos tan parecidos, tan complejos y difícil de comprender como el que tengo en mi interior.

Una red que nos mantiene a todos unidos, en la misma sintonía, formando parte de un todo. Un Universo diminuto que es una copia del Universo gigantesco que comprendo hoy.

¿Cómo comprender la bastedad de este Universo, cómo comprender a sus pequeños universos, cómo comprender mi propio e infinito Universo?. ¿Cómo reconciliarse con la soledad, con los Universos incapaces de acercarse al nuestro o el nuestro incapaz de acercarse al de los demás?, me pregunto mirando las acciones de mis iguales, camino de sus coches, de la mano de sus niños, arrastrando las mochilas que pesan tanto como la de Miguel.

Compasión, surge el vocablo en mayúsculas, encendido en neones y subrayado con bombillas de colores.

Compasión, entendida como comprensión del otro, como comprensión y admisión de que todo lo que nos rodea, incluso aquello que no parece identificarnos, en realidad forma parte de nosotros mismos, de nuestra naturaleza, de nuestro interior.

Compasión por el Universo. Compasión por nuestros semejantes, nuestros vecinos, nuestros hermanos o nuestros compañeros y rivales por un puesto de trabajo. Compasión por los que parece que se quedan en el camino o por los que no han sabido hacerlo. Compasión por los que tienen más que nosotros o por los que han jugado mejor sus cartas. Compasión por aquél que no soportas que te quite el sitio para aparcar todos los días o por el jefe que para salirse con la suya te pone la zancadilla y te hace quedar mal.

Compasión por quien no piensa como nosotros o por quien ha elegido un camino tan lejos del nuestro que apenas entendemos que pudiera haber caminos así.Compasión por esos políticos que se quedaron con todo el dinero y sacaron sus tarjetas negras para despilfarrar lo que otros tendrán que pagar con el esfuerzo de muchas jornadas trabajando sin tregua y con poco que llevar a sus hijos a casa.

Compasión, sobre todo, queridos lectores, por nosotros mismos, por nuestra forma de actuar, de equivocarnos, de sabernos en el mundo. Porque aunque todos hacemos lo que podemos, siempre pensamos que podíamos haberlo hecho mejor...


HOLA A TODOS, CUARENTONES Y DEMÁS ANIMALES...

QUERIDOS CIBERNAUTAS.
CONFIESO QUE ME HE LANZADO SIEMPRE A LAS MÁS TREPIDANTES AVENTURAS. HOY EMPIEZO OTRA, QUE PARA MÍ ES DE LO MÁS INTERESANTE Y ARRIESGADA: ESCRIBIR MIS IMPRESIONES Y MI VIDA POR INTERNET.
¿YO?. YO, QUE SOY CARNE DE DIARIOS ESCRITOS A PLUMA Y RATÓN DE BIBLIOTECA. YO, QUE ANTES DE BUSCAR UN DATO EN EL GOOGLE, SOY CAPAZ DE REVOLVER LA CASA ENTERA PARA ENCONTRARLO EN MIS LIBROS...
SIN EMBARGO, AHORA QUE ESTOY YA EN EDAD DE MADURAR, AHORA QUE HAY QUE IR CON LOS TIEMPOS Y QUE PARECE INEVITABLE EL DECLIVE, BUSCO UNA MANERA DE ENTENDER LA REALIDAD, UNA ALTERNATIVA A DEJARSE LLEVAR POR LO INEVITABLE.
PUEDE PARECER FRÍVOLO O IRREVERENTE, PERO CON MIS CUARENTA AÑOS, ME GUSTARÍA PENSAR QUE AÚN PUEDO APRENDER ALGO DE LA AVENTURA DE VIVIR.
COMO OS DIGO, DISPUESTA A LOS CUARENTA Y A LOS QUE ME ECHEN...