martes, 19 de mayo de 2015

Recibiendo PROSPERIDAD

Viendo caer los copos de nieve por el ventanal del salón, danzando curiosos en un baile mágico, que acababa con la muerte de cada una de sus bailarinas sobre la alfombra del suelo o sobre las arizónicas del jardín, Manuel no pudo zafarse de la añoranza. Recordaba cuánta alergia le daban a su mujer por mucho que las cortara, o cómo solía crecer la hiedra por la pared, provocando no pocas veces las iras de sus vecino de al lado, que se pasaba la vida recordándolo que tenía que arrancar de cuajo aquella mala hierba.
Nunca lo hizo. De hecho, siempre había sido proclive al ya lo haré mañana, o cuando esté menos cansado o ocupado que hoy.

El gato de su vecino rumano apareció pisando sigiloso la nieve virgen de su rellano. Lo miró a los ojos con aquellos caramelos llenos de fuego y algo se le quebró dentro. Se apoyó las manos en su espalda. ya de por sí dolorida. para enderezarse un poco. Sentía el terrible peso de la más absoluta soledad.
El iris del gato le ofreció la película de su vida pasada, esa que en blanco y negro le recordaba un tiempo que ya no iba a volver. Un tiempo de prisas, de sensación de que el reloj había acelerado sus manecillas y corría contra él mismo, contra su llegada al trabajo, o a la hora que tenía que entregar los informes, incluso cuando iba a la compra a por víveres y había demasiada cola de mujeres desocupadas. ralentizando su llegada a casa, cuando a él le faltaban minutos para acabar el día.

Años en los que la casa estaba llena de niños, de gritos, de coches tirados por el suelo, que solía pisar en cuanto venía del trabajo, cansado, harto y de mal humor.
Su mujer, en chándal y con el pelo sucio, trataba inútilmente de hacer los deberes con sus dos hijos mayores, mientras en el fuego se hacían los macarrones y la pequeña no dejaba de berrear en su cuna, pues reclamaba la atención de aquellos que tanto ruido hacían abajo.
Nunca estaba la cena hecha y pocas veces aquellos querubines le venían a recibir a la puerta con besos, dibujos o abrazos como en las películas americanas. Y eso que, siendo como era el cabeza de familia y trabajando como trabajaba, como un burro, hubiera merecido una exhibición de sus hijos al estilo holiwodiense, por lo menos.

Quizá por esa mezcla de desilusión, aislamiento, cansancio y por estar falto de amor su corazón, tardó poco en enfermar de resentimiento y de encolerizarse con la vida. Había dejado en el baúl de su decepción la compra de aquél coche que tanto le gustaba, las vacaciones en alguna paradisíaca playa del Caribe o tomar un café con los compañeros de trabajo, charlando animadamente de lo que en el fin de semana había pensado hacer. Le daba vergüenza reconocer que su vida personal se limitaba a arreglar las estanterías del cuarto del mayor, limpiar las hojas del jardín o ir a buscar leña más barata al pueblo de enfrente.
Se pasaba la vida discutiendo con Clara en lugar de llevarla a un spa o a las rebajas a comprarse un buen traje para ir al teatro o al cine ellos solos. No había enseñado a patinar a sus hijos por el parque. No había gastado su dinero más que en lo razonable y su racanería llegaba a límites tan exagerados como para engrosar su cuenta corriente hasta cifras que ya al final de su vida, jamás llegaría a aprovechar.

Tenía tantos ceros en su cuenta corriente como soledad acumulada en sus hombros doloridos. Ni sus hijos ni su ex mujer, ni siquiera sus hermanos o amigos, habían aguantado sus malas pulgas, sus arranques de cólera o sus quejas continuas cuando, por designios del Destino, su matrimonio no pudo tirar de la cuerda un poco más o su trabajo le dejó en la estacada entrado ya en la cincuentena, sin darle margen para encontrar algo mejor donde aferrar su experiencia y sus años de bilis contenida que siempre acababa por resolver los problemas de su jefe.

Manuel se había sentido estafado por todo y por todos. Apenas le quedaba ya resquemor que desperdiciar más que con la vecina del final de la calle, con la que se ensañaba de vez en cuando, porque dejaba las basuras desperdigadas, o con el del banco, cuando comprobaba que sus acciones no habían subido lo que hubiera deseado y eso que llevaba toda una vida de fidelidad.

-¡Viejo amargado!, le habían llamado el otro día en un bar donde había desahogado parte de su negatividad, tratando de contarle a una mujer ebria lo mal que le había tratado la vida.

Realmente lo era, y no había ya marcha atrás.
Había aceptado tanto su condición, su papel en la vida, que ni siquiera había considerado la invitación de su hija a cenar en Navidad con sus nietos, siendo tan cobarde incluso, que había inventado una nueva discusión con ella. Todo, con tal de no aceptar que en realidad no había dejado de sorprenderle su generosidad, pues después de todo el daño que le había hecho, por lo menos un gracias hubiera sido de ley alegar.

Pero Manuel no era capaz de ver ya más allá de los copos de nieve del jardín o del gato de los vecinos rumanos, que tanto ruido hacían los sábados por la noche. Su bilis se hacía presente en las múltiples denuncias, en su genio y en hacer la vida imposible a cuantos se acercaban a su espacio.
Se bañaba cada noche en su propia decepción, tragándose esa sopa de arrogancia que cada día le hacía más daño a su úlcera de estómago.

Sólo había algo que le hacía dudar de su cordura, de su vida llena de experiencias o de su malestar fundamentado en una vida vivida sin mucha suerte, quizá porque recién maltratado por la vida, Manuel no había llegado a conocer ni a sus progenitores ni una buena universidad donde fundamentar sus saberes, ni nada más que lo que se hubiera ganado él con el sudor de su frente.
Ese algo, mejor dicho,ese alguien, se llamaba David y era un vecino del pueblo que no tenía más disfraz que sus ropas viejas y su gorro de felpa.
Acudía cada día, en su paseo matinal por la montaña cercana al chalet de Manuel, haciendo el mismo recorrido y con la misma sonrisa.
Sin saber muy bien por qué, cada mañana, le esperaba impaciente asomado a la cristalera de su salón para verle aparecer.
Le saludada amablemente si se lo cruzaba cuando iba a tirar la basura, y trataba de darle conversación, sin mucho éxito, por cierto, pues Manuel no era proclive a amabilidades y mucho menos a pegar la hebra con desconocidos de poca monta y menos posibles.

-Buenas, vecino, ¿ha visto qué día más bonito hace hoy?. Voy a ver si cojo un poco de leña y así de paso hago ejercicio, que buen resultado me da, para seguir en forma a nuestra edad.

Manuel, aunque la nieve llegaba a un palmo y jamás hubiera pensado que eso era un día bonito, decidió obsequiarle con algo parecido a una sonrisa.

-Este paisaje es una bendición de la vida. ¿Le apetece venirse a dar una vuelta conmigo?- le sorprendió David invitándolo sinceramente.

Manuel sintió tambalear su seguridad. Ni loco. ¿Una vuelta?, ¿a estas horas y con todo nevado?, ¿con un desconocido, a la montaña?. Debe pensar que soy un tarado o que estoy lo suficientemente solo y desesperado como para cometer un desatino.

- ¡¡Hay que estar dispuesto, vecino, a recibir prosperidad!!, aseguró, mirando los ojos de un asustado  Manuel con más franqueza y verdad de lo que recordaba haber visto nunca.

Una pregunta obligó a su mente a abrirse a la evidencia. ¿Cuántos años hacía que no daba una vuelta por aquella montaña?.
Enseguida lo recordó, hacía más de veinte años que no paseaba por aquellos bellos parajes que tenía la suerte de poder disfrutar cada día desde su ventana, y que en ese momento reconocía en la vidriera de su salón.

En unos minutos se vio con su zamarra de invierno, sus botas nuevas de hacía más de veinte años y su palo de peregrino, aquél que compraron en Santiago en su luna de miel. Apenas podía creerlo, no era capaz de imaginarlo y sin embargo era verdad. Allí estaba él, haciendo algo inesperado, recorriendo parte del camino con un desconocido sonriente y locuaz que no hacía sino elogiar el paisaje nevado, ilustrarle con la descripción y el nombre de las plantas y pájaros que tenía en el repertorio de sus saberes y sintiendo sobre sus mejillas el fresco aire del viento azotando sus mejillas.

Por vez primera, sintió cada uno de sus miembros helados, cada célula de su cuerpo, cada uno de los copos que se quedaban pegados en su barba. Algo le inquietaba extremadamente, sin embargo. Muerto de frío, con aquél ridículo aspecto, tenía que reconocer que sentía algo parecido al bienestar. Sentía orgullo, se sentía bien consigo mismo. Jamás hubiera pensado que era capaz de aquél esfuerzo que había olvidado que podía hacer.

David parecía inmensamente feliz. Como si se concediera el derecho a aprovechar el momento, como si fuera capaz de tragarse de un solo golpe toda la dicha que le rodeaba, sin dudar un segundo en que todo aquella maravilla era en parte ese reino mágico donde todos somos capaces de hallar nuestro sitio y brillar.
Incansable, parecía no hacer ningún esfuerzo. De vez en cuando se paraba simplemente a mirar a su alrededor, a aspirar el aire puro, a sonreír.

Manuel no pudo menos de mirar a su alrededor. Aquellos parajes eran el paisaje que veía desde su ventana, aquellos que recorrían sus hijos con palos y con sus mochilas, aquellos que había evitado ver porque tenía mucho trabajo, venía cansado y no tenía ganas ni tiempo para recorrer. Aquel paisaje consabido, conocido y cercano, era un mundo nuevo que, a sus setenta y tantos años, veía por primera vez.

-¡Creo que me he perdido muchas cosas en la vida, sabe!- aseguró bajando la cabeza, como si sus ojos se hubieran abierto de pronto y no pudiera soportar tanta luz.

David le miró con condescendencia.
-Vivimos aquello que necesitamos vivir. Ningún tiempo es perdido, ninguna oscuridad está carente de luz. Lo que hemos vivido es precisamente lo que somos...

Aquello era más de lo que un viejo amargado como él podía llegar a soportar. Tuvo ganas de echar a correr, bajar la montaña y refugiarse a arroparse bajo sus mantas en su cama incómoda de seguridad. Olvidar un día nevado como aquel en el que un desconocido, indigente y sin lugar donde caerse muerto, le estaba enseñando lo afortunado que era en verdad.
Sin embargo, sus pies estaban clavados en el suelo.

...sin un lugar donde caerse muerto, recayó Manuel mirando los harapos de su vecino.

-Tengo un abrigo que no me pongo y un jersey que me tejió mi suegra hace años que no me he puesto nunca, quizá puedan servirte a ti, propuso casi avergonzado.

David sonrió.
-Si no lo usas, quedaría muy agradecido...

Le acompañó a su casa y ese día comió caliente, se duchó en una ducha de verdad y salió vestido con toda la ropa que Manuel le entregó sin dudar ni un segundo que él le daría mucha más utilidad que su armario apolillado.
Cuando su invitado se hubo marchado, prometiéndo que volvería al día siguiente, sin saber muy bien por qué, cogió el teléfono y llamó a su hija. Sin que ella acertara a entender la razón tampoco, aceptó la invitación de su padre a pasar un fin de semana en su casa, con sus hijos, no muy convencida si todo aquello iba a funcionar.

Manuel respiró aliviado y se dio cuenta de que estaba muy cansado. Había sido un día en el que había vivido con intensidad.
Cerró los ojos agradecido y durmió toda la noche de un tirón.








lunes, 23 de marzo de 2015

Instantáneas para la eternidad.


Ayer leí un artículo sobre la necesitad que algunas personas han creado de hacerse un selfie, colgarlo en internet o en sus móviles y mandarlo a sus amigos. Son imágenes de todo lo que hacen, de lo que comen, de dónde han estado y lo felices que son.
Parece ser que la mayoría de esas personas, según las encuestas, lo hacen como exhibición, para colgarse un trofeo, y la causa intrínseca está en que no acaban de disfrutar, de ser felices ni en sus momentos más especiales. 
He estado pensando en ello...

Suena el móvil, estoy de camino al colegio, a recoger a mis hijos. Lo abro pensando que es algo importante. Ah, no pasa nada, es una foto mandada por whatssap de un amigo que está comiendo en un restaurante con su chica.
-"Que disfrutéis mucho", voy dando a las teclas mientras camino deprisa por la acera de la derecha, de la Nacional VI.
Casi me tuerzo un pie con una piedra en el camino, menos mal que ha sido un simple tropiezo.
Al instante llega otra instantánea. Es un selfie de ellos dos sonriendo.

Recojo a mis hijos, volvemos a casa y después de comer suena el móvil de nuevo.
En esta ocasión es mi hermano. Está dando un curso de esos que da de programación o no se qué en Arabia Saudí. Es una nota de audio.
La enciendo y sale un rezo prolongado, profundo e incomprensible. Me pone los pelos de punta.
Es la oración que mis alumnos están haciendo ahora mismo, escribe mientras nos envía una foto de cuatro tipos inclinados sobre sus alfombras con salvase a la parte en primer plano.
Alucino. En el mismo día he visto un chuletón de buey a la pimienta y unos tíos rezandoa Alá, con tan sólo pulsar un botón.
Le envío una foto de mis hijos comiendo sus macarrones con tomate y con la boca sucia y una nota de audio con Danito, diciéndole a su tío Luis que venga pronto su hijo Oscar, que hace mucho que no le ven porque viven en Barcelona.
Miguel le contradice.
-No hace tanto, Dani,¡ le vimos la semana pasada en Skype!.

Tiene razón mi hijo. El mundo está cambiando, y nosotros con él. Ayer mandé una factura por whatssap y me mandaron del colegio un informe que tengo que escanear y firmar, y volverlo a mandar sin pasar por la oficina. No conozco al novio de mi vecina todavía pero he visto cómo hace la compra, conduce su coche y cómo se encontraron hace dos semanas, porque me lo mandó todo en directo por whatssap. Tampoco he visto a los hijos de mis primos y sin embargo tengo fotos de ellos vestidos de pastorcillos en la función de su colegio.

Hace años que no veo a muchos amigos, unos viven en Malasia y los otros a escasos kilómetros de mi casa, y sin embargo saben casi todo de mi porque hablamos todas las semanas por el móvil, y les mando fotos de las cosas que hago y digo, aunque no los he abrazado hace décadas.
He vivido un año en Barcelona y mis padres nos veían a diario por skype, y aunque no habían estado en mi piso, sabían cómo era tan sólo por pulsar un botón. No he visto la reforma de la casa de mi hermana en directo y sin embargo he visto hasta el último rincón por los vídeos que nos ha mandado. Y aunque no he ido al hospital, he visto cómo entraba mi padre al quirófano con su gorro verde segundos antes de que el camillero traspasara el umbral. He visto los primeros pasos de mi sobrino, la caída de mi otra sobrina en la bici y cómo se viaja en un trineo sin subirme a él porque con una cámara tienes esa misma sensación.

-¡Si el abuelo levantara la cabeza!, le digo a mi madre, recordando a su progenitor, loco de la tecnología, la fotografía y las fotos bien hechas, en los albores del siglo XX, que si hoy pudiera tener acceso a todo esto, pensaría aquello de que "haberlas hailas, como las meigas".

Nada de esto nos extraña, es lo normal, le explico a la foto de mi abuelo, reflexionando que mis necesidades  y las de los hombres de mi tiempo son otras y también la forma de percibir el mundo, la realidad, a los demás.

- Pero, ¿somos más o menos felices?. ¿Por qué lo hacemos?. ¿Son estas personas seres infelices que se dedican a mostrar lo que viven a los demás por exhibicionismo, como decía el artículo, o es que estamos inmersos en una clase de realidad que nos ha cambiado a nosotros mismos y la manera que tenemos de relacionarnos con nuestros seres queridos?.

Un poco de todo, seguramente.

Analizo lo que yo hago, tratando de no juzgar a mis semejantes, partiendo de mi propia experiencia.
Hasta el mes de agosto pasado no tenía ni whatssap, ni datos en el móvil ni una cámara de vídeo con la que mandar nada. No sabía lo que era un selfie, ni mandaba notas de audio para no tener que escribir.
Con mi móvil por si me pasaba algo, y una cámara en ristre, que reservaba tan sólo para los viajes u ocasiones especiales, me dedicaba, y me sigo dedicando, a fotografiar todo aquello que merece ser fotografiado.
Un paisaje maravilloso, una puesta de sol, una palmera que rasca el cielo, un banco con dos ancianos que se miran eternamente, un monumento que me deja boquiabierta, la sonrisa de Miguel cuando mira a su hermano, a mi marido regañando a Danito, a mis hijos en los columpios. A Antonio sin corbata ni chaqueta, con mangas de camisa, tirado en la hierba con sus hijos volando sobre su cabeza.
Una estatua con mis hijos encaramados en ella, una foto improvisada cuando todos se ríen a carcajadas o un salto de esos en el aire que me hacía mi abuelo para verme volar, y que yo ahora me encargo de hacerles a mis hijos cada vez que vemos unas escaleras y yo imito a mi antecesor.

Con un abuelo como el mio, incapaz de salir de casa con sus nietos sin una cámara colgada del cuello, empeñado siempre en hacernos sesiones de fotos interminables que luego nos ponía en su proyector una y otra vez. Habiendo aprendido que la felicidad se puede volver a vivir, si eres capaz de inmortalizar esos momentos, seleccionarlos, sacarles una instantánea y luego rescatarlos del olvido encendiendo un proyector, quizá sea lógico que yo me empeñe en dar una oportunidad al momento para volver a ser, para destacarlo del fondo y vivirlo de nuevo, como revivía yo mi infancia cuando mi abuelo encendía su proyector de diapositivas.

Tengo un recuerdo imborrable de un cuarto de estar de fantasías. Mis hermanos y yo, mi abuela repasando calcetines y mi madre recosiendo un dobladillo, volvíamos a vivir esa visita al Monasterio del Escorial, o una merienda en el Pardo, el cumpleaños de mi hermano pequeño, la boda de mis padres, mi bautizo o el de mis hermanos, viéndonos crecer mientras comíamos un bocadillo de foi gras.
Hoy veo crecer a mis hijos en mi ordenador, envejecer a mis padres, hacerse adultos importantes a mis hermanos y llenar mi rostro de experiencias en esas instantáneas que hicimos para la eternidad.
Y mantengo un deseo incontrolable de compartir todo eso que una foto me enseña de lo vivido, lo aprendido y lo sufrido.

Quizá mucha gente no lo entienda, pero me paso, a veces, mañanas enteras recreando momentos mágicos, como me enseñó mi abuelo. Sentada frente al ordenador y abriendo archivos cargados con imágenes de mis hijos bajando la cuesta de la montaña nevada en trineo, soplando las velas en su cumpleaños o buscando entre los archivos las fotos aquellas del crucero que hicimos y en los que se nos ve más jóvenes e inmensamente felices.
Sonrío mirando al cielo, estoy segura de que mi abuelo está conmigo, disfrutando tanto como entonces con las fotos de su nieta con diez años, saltando en el retiro mientras le hacía una instantánea.

Me he desviado de lo que decía el artículo. En realidad me importa poco por qué la gente cuelga sus imágenes en internet o si quiere tener un trofeo.
Sentada frente a las fotos de un viaje que hemos hecho hace unos días, me siento profundamente agradecida a ser una mujer del siglo XXI, capaz de hacer magia con su cámara y poder dar color a imágenes a todo aquello que guardo en la memoria, en mis escritos y en mi imaginación. Todo lo que elijo como tapiz donde tejo mis recuerdos, mi felicidad ya vivida, mi capacidad para entender lo afortunada que soy por lo vivido ya.

Le doy gracias a la tecnología, al espacio y al tiempo por haberme hecho ciudadana de un mundo que explorando todo aquello en lo que mi abuelo soñaba a principios del siglo XX  es hoy una realidad.
Y mando un whatssap al cielo con la foto de mis hijos comiendo macarrones y un selfie mio, con una nota de audio que dice
-"Abuelo, tenías razón, se puede hacer una instantánea para la eternidad y al revivirla, volver a ser feliz".


jueves, 5 de marzo de 2015

Lifelines

Linea de la vida, carretera por donde las almas se lanzan a la gran aventura de vivir. Marcas que nos muestran el camino, señales que vemos, sentimos, intuimos como parte de ese mensaje que debemos aprender.
Destino. Carretera de peaje que ya nos gustaría recorrer a todos, con un porche a toda velocidad. Sin embargo, desde la más tierna infancia, nos empeñamos, o se empeñan algunos, que salgamos de la autopista para recorrer todas esas salidas que vemos a la derecha. Autopistas sin peaje, carreteras comarcales, secundarias, incluso caminos de cabras.
Elijamos lo que elijamos, suframos en el camino o disfrutemos del paisaje, vislumbro la vida en ese camino que recorremos, unas veces en soledad, otras acompañados por indeseables o con el amor de nuestra vida.
Sea lo que sea que veamos por la ventanilla, las veces que tengamos que parar para arreglar una avería o seamos conductores o no, siempre, un camino de esperanza, una línea que hay que recorrer, sin saber la mayoría de las veces, por qué algo o alguien se empeña en que lo recorramos.
Ignorantes, quizá hasta el final de nuestro camino, que esa línea, la hemos elegido nosotros mismos.



HOLA A TODOS, CUARENTONES Y DEMÁS ANIMALES...

QUERIDOS CIBERNAUTAS.
CONFIESO QUE ME HE LANZADO SIEMPRE A LAS MÁS TREPIDANTES AVENTURAS. HOY EMPIEZO OTRA, QUE PARA MÍ ES DE LO MÁS INTERESANTE Y ARRIESGADA: ESCRIBIR MIS IMPRESIONES Y MI VIDA POR INTERNET.
¿YO?. YO, QUE SOY CARNE DE DIARIOS ESCRITOS A PLUMA Y RATÓN DE BIBLIOTECA. YO, QUE ANTES DE BUSCAR UN DATO EN EL GOOGLE, SOY CAPAZ DE REVOLVER LA CASA ENTERA PARA ENCONTRARLO EN MIS LIBROS...
SIN EMBARGO, AHORA QUE ESTOY YA EN EDAD DE MADURAR, AHORA QUE HAY QUE IR CON LOS TIEMPOS Y QUE PARECE INEVITABLE EL DECLIVE, BUSCO UNA MANERA DE ENTENDER LA REALIDAD, UNA ALTERNATIVA A DEJARSE LLEVAR POR LO INEVITABLE.
PUEDE PARECER FRÍVOLO O IRREVERENTE, PERO CON MIS CUARENTA AÑOS, ME GUSTARÍA PENSAR QUE AÚN PUEDO APRENDER ALGO DE LA AVENTURA DE VIVIR.
COMO OS DIGO, DISPUESTA A LOS CUARENTA Y A LOS QUE ME ECHEN...