Hay fechas en la vida que uno adora, que todos estamos deseando que lleguen, simple y especialmente, porque se hacen de rogar.
El cumpleaños, si es que no se cumplen muchos, la Navidad, la llegada de las vacaciones. El aniversario de boda, el cumple del pequeñajo que se ha convertido ya en un personaje. El adorado viernes, vispera del Sábado y los días de puente. La Semana Santa que no llega nunca cuando el invierno se hace eterno. La salida del Hospital, el último día de trabajo o el final de un exámen que preparamos durante meses y del que depende seguramente nuestro futuro próximo. No digo nada de esas fechas mágicas en las que por fín hemos vendido nuestra casa, hemos dejado un trabajo insufrible, empezado a vivir un sueño o hemos finalizado una pesadilla.
Esas fechas se convierten en amables, en dulces. Se pintan de rojo y se colorean en el calendario del año. Se escriben, para no olvidarlas, en la esquina derecha de algún libro que hemos terminado a tiempo, en los diarios y en las agendas, convirtiéndose en destinos imposibles, que siempre pasan, pero que fueron metas volantes en la gran carrera que es la vida y donde llegamos esperanzados siempre por alcanzar alguna más.
Hay otras fechas, no sé si os ocurre a vosotros, que son sin embargo antipáticas, molestas e incluso amargas. Que sin que haya razón de ser, tenemos manía por el simple hecho de que existen y nos recuerdan el paso de las estaciones, el final de un periodo o el comienzo de otro.
A mi me ocurre eso con el mes de Septiembre. Aunque ya no tenga exámenes a los que presentarme o cursos que comenzar. Aunque muchas veces me haya ido de vacaciones entonces o haya pasado algo que creo recordar, me ha cambiado la vida.
Sin embargo, tengo yo cierta manía al mes de Septiembre. Sólo su nombre me molesta. Parece encerrar, como decían los antiguos egipcios, parte de esa esencia fastidiosa y aburrida, que supone volver a la seriedad, volver al tedio, recuperar la cordura. Guardar la sombrilla, las chancletas y el bañador y ponerse la corbata, el traje, la raya al lado. Sacar la cartera para volver a la rutina, a la realidad, a lo que hay que hacer y no hay vuelta de hoja.
Es un mes serio, es un mes mezquino. Que va transformándose lentamente y vistiéndose con el tiempo, pausadamente. Se va depojando del calor y va abrigándose con chaquetas, con pantalones largos y zapatos de cordones.
Te engaña en sus primeros días, haciéndote creer que nada ha cambiado, que el calor y las vacaciones continúan, cuando ya no es así, ya han pasado.
Y las tiendas, los anuncios, los paseos por la alameda, se llenan de presunciones infinitas, de calcetines largos, libros de texto que hay que comprar para empezar el cole. Se llenan de ojas secas que empezamos a pisar aunque no queramos, aunque nos cueste creer que los días serán cada día más cortos y que ha pasado un curso más, un año más.
Pereza, incertidumbre, tedio y un poco de miedo al cambio evidente, a la rutina evidente, nos sumergen, o me sumergen a mi, que mirando a la gente, apenas soy capaz de separar sensaciones. Me acurruco entre las sábanas, amparándome en la nostalgia, en la apatía y en la sinrazón de las promesas que nos hacemos a nosotros mismos: apuntarnos a un gimnasio o a un curso de inglés, perder esos kilos de más acumulados en el verano, que de repente, se hacen tan molestos, cambiar de trabajo de una vez por todas o ahorrar un poco después de despilfarrar tanto, sin mirar hacia adelante.
No quiero empezar, no quiero más promesas. Ahora que soy mayor, que he empezado muchos Septiembres, no me engaño, le confieso al viento que ha empezado a balancear los árboles que veo desde la ventana. Siento pereza, cansancio de lo consabido. Miedo también al transcurso del tiempo imparable, que dentro de poco nos traerá el invierno.
Me tapo la cabeza un rato, antes de que mi hijo se tire encima de mi y me obligue a vivir, a levantarme, a no tener pereza.
Le hago el desayuno pensando en algún reproche a la nueva hoja del calendario, que, por cierto, acaba de perder otra hoja.
-Venga, Septiembre, es tu turno, ¡qué le vamos a hacer!.
Mes antipático y exigente, que invita al orden y a la nostalgia, sabiendo como sabemos que el otoño y sus hojas caídas están por llegar...