jueves, 21 de mayo de 2009

"A MI MANERA"

Creo recordar que, dice un dicho popular que veinte años no es nada, o quizá una vieja canción, que ahora recuerdo, y estoy tarareando en voz alta, mientras se hacen las judías en el fuego y he empezado una nueva entrada de mi blog.

Pues, si veinte años no es nada, (que a mi a mis cuarenta ya me lo parece) también pudiera decirse, después de una vida, que setenta tampoco lo son. Al menos eso debió parecerle el otro día a mi padre, mientras celebraba su setenta onomástica, frente a sus hermanos, primos, hijos y nietos, en su casa, por la cara que estaba poniendo todo el rato.

Rodeado de sus coetáneos (de edades comprendidas entre los sesenta y tantos a los setenta y tantos, que allí no nos salvábamos más que sus hijos y nietos, que no llegamos a tanto) mi padre miraba a su alrededor con una copa en la mano para brindar por todos los presentes, pensando seguramente, que la vida es corta y que en un suspiro se va pasando.

Es cierto, la vida es un suspiro. Y es paradójico, porque la mayoría de los días, miras el reloj con extrañeza, pensado en que seguro que se está estropeando, pues parece imposible que lleguen las diez de la noche y se pueda ir uno a dormir tranquilo, sabiendo lo que aún queda en el trabajo o los problemas que van surgiendo del día a día. Pero, qué verdad es, cuando llegan momentos señalados, cada año apagando la velas, o en Nochevieja, despidiendo al viejo año que muere, y con esperanzas para el siguiente, que uno se pregunta si ha sido realidad o sueño, ese tiempo vivido, que parece que fue ayer, y sin embargo, nos dicen que ya ha pasado mucho tiempo.

Surge entones la pregunta, la eterna cuestión vital del sentido de la vida, de la fugacidad de las cosas, de lo efímero de la existencia.

Recuerdas a la abuela Flora que te decía que la vida es lucha, es esfuerzo. Es también, ir ver pasar las hojas del calendario, esperando que lleguen las vacaciones, los días especiales donde se celebra siempre algo importante. Un cumpleaños, un aniversario de boda, un encuentro después de muchos años, un bautizo, incluso la muerte de un ser querido, que no queriendo ser macabra, de alguna manera también se celebra en un funeral, donde vuelves a reunirte con todos, y vuelves a ver las caras familiares de siempre.

Simples excusas para vestirte "un poco mona", como me dice mi madre, y reunirte con tus seres queridos. Con tus hermanos, a los que cada vez ves menos, a ese tío que vive lejos y que no ves más que en las celebraciones. A alguien que viene y te dice que no te reconoce, que estás más joven que nunca, a la niña de tu hermana, que ha crecido mucho desde que no la ves o la novia de tu hermano, que es su primera presentación y la pobre debe de estar de los nervios.


Todos esos personajes y algunos más estaban en el cumpleaños de mi padre en El Escorial.

Todos alrededor de la mesa, hablando con el que le había tocado al lado, esperando a que se calentara la plancha para freír sus filetes y servirse uno mismo, que para eso mi madre se empeñó en hacer la comida ella sola, escuchando los consejos de quien le recomendó, que no se complicara demasiado, que casi treinta personas, no es una tontería para alguien de su edad.

Con sus tenedores en la mano y cara de no saber muy bien cómo meter mano a la famosa Raclette, nos las vimos y nos las deseamos algunos tratando de explicarles a otros, (familiares de toda la vida) que en fin, era una nueva moda eso de cocinar encima de la mesa y servirse cada uno a su gusto lo que quisiera, mientras el queso empezaba a fundirse y los filetes a chamuscarse.

Los niños correteaban contentos por el jardín y había quien incluso inmortalizó el momento en un video, que seguramente , cuando proyectemos, convencerá a más de uno de lo mismo que estábamos pensando todos, todo el tiempo.

Es cierto que el tiempo hace sus estragos.

Quien más y quien menos te cuenta sus batallitas, cuando se sientan a tu lado. Te hablan de otros tiempos, de la última vez que te recuerdan, con coletas y con el uniforme de cuadros, un día en la casa antigua, cuando vinieron a cenar.

-”Pero, tío, eso debió ser cuando yo tenía unos doce años, ¿no?, que ahora ya tengo cuarenta. Bueno, cuarenta y uno, para no mentir”.

Tu tío se echa las manos a la cabeza y te mira bien.

-”¡Cuarenta y un años, no puede ser!”, dice en voz alta. No sabes muy bien si porque no aparentas en absoluto esa edad o porque no puede creerse que fue ayer cuando vino a tu casa y te vio con coletas y uniforme saludando muy atenta antes de irte a cenar y a la cama, para no molestar a los mayores.

Luego, se queda mirando al vacío, a su alrededor. A sus hermanos, a mi padre, a sus primos y al hijo de mi hermano, que tiene sólo ocho meses, y que juega en el suelo, encima de una mantita, con un cochecito que le ha dado mi hijo de tres años.

La vida es un pedazo de sueño que recuerdas y valoras siempre cuando ya ha pasado, cuando empiezas a darte cuenta, de que quizá no quede ya mucho tiempo, ni para ti, ni para los que te rodean. Aprender muchas cosas que seguramente, acabarás olvidando, vivir situaciones que te superarán, pero que te verás obligado a enfrentar, a estar a la altura.

Sonreír, y disfrutar y muchas veces, también llorar. Sufrir en silencio y aguantar, enfermar y recuperarte. Enseñar a tus hijos, sin estar del todo seguro de lo que dices, de si es verdad, o sólo algo que has aprendido de oídas, o no del todo. La vida es equivocarse, es seguir adelante, es trabajar para vivir. Perdonar los errores de otros, al darte cuenta de los tuyos. Hacer concesiones. Darte cuenta de lo que podría haber sido y no ha sido, porque no estabas a la altura o simplemente porque entonces no te diste ni cuenta.

Vivir a tu manera, como escuchamos que decía Fran Sinatra en esa canción que tan bien elegida y tan acertada me pareció, mientras veíamos el video que entre los cuatro hijos, le habíamos preparado con alfileres a mi padre para celebrar su onomástica.


Delante de la pantalla, cuando todos se hubieron ido, prontito, (que el que no tenía dolor de ciática, tenía que irse a cuidar de los nietos o a ver el partido, que oye, también hubo quien no dio otra excusa para marcharse, que mayorcitos para protocolos, ya somos) nos dispusimos todos, hijos y padres, nietos y parejas, a sentarnos alrededor de la pantalla.

La proyección estaba a punto de producirse y mi padre aún despedía a sus hermanos fuera, sin siquiera sospecharlo. Sin embargo, el video sorpresa de su vida, le esperaba ya puesto en el ordenador de mi hermano.

Acostumbrado como está a hacerlos él, seguro que no llegaría a ser ni medianamente aceptable, pero el detalle era lo importante.El detalle y haberse pasado muchas horas para editarlo, planearlo bien y darle forma. Si no que se lo digan a mi hermano pequeño y a su novia, que sin dormir venían los pobres, con ojeras hasta el suelo y con el pulso tembloroso.

Arrancado ya de la tentación de seguir hablando con ellos en la puerta del coche, conseguimos que mi padre se sentara, nos dijera como funcionaba el cañón del salón para proyectar el video y se tomara un respiro entre tanta emoción de ser precisamente él el que soplara las velas, el protagonista de su propia vida, y el pagaganini, de la fiesta, como recuerdo que dijo una vez su padre, en una celebración parecida.

Sin discurso capaz de poder resumir sus sentimientos, pero aún con esa emoción que se trasluce en los ojos de quien no encuentra ya las palabras, escuchó atentamente a sus cuatro hijos presentando sus propias vidas, como introducción a lo que luego sería dar un veredicto de su persona. De lo que había supuesto para cada uno tenerlo como padre, haber compartido con él muchos momentos o quizá descubrir otros muchos, que por estar siempre fuera de casa, o trabajando, se había perdido de sus hijos, como seguramente, nos pasará a nosotros mismos con los nuestros.

Luego, un resumen en un álbum de fotos.

Instantáneas robadas de las estanterías de mi madre, de cientos de álbumes viejos que no recordábamos siquiera. Fotos de su comunión, con sus hermanos y sus padres, de pequeño(porque aunque parezca mentira, el abuelo, también fue pequeño, como le explicaba a mi hijo cuando preguntaba quién era el niño morenito vestido de marinero). Un largo noviazgo, la boda con mi madre y los nacimientos de cada uno de nosotros. Unos niños que crecían en unas fotos familiares, que casi todos los años acababa por conseguir hacernos a todos juntos. Aunque era bien cierto, que cada año era un poco más difícil juntarnos a todos, siquiera en verano o para navidad.

Viajes, encuentros con amigos, con familia y mucho trabajo. Una vida, como diría el bueno de Frankie, vivida a su manera. Como lo hacemos todos, como podemos.

Vida que puede tratar de reducirse en diez minutos, quizá menos, pero que es imposible poder resumir en unas lineas, en muchos sentimientos que salen solos y fluyen por las venas de su hija, que con un nudo en la garganta, se tragó muchas lágrimas, la tarde del sábado pasado, sentada al lado de mi progenitor con mi hijo en brazos.

Quizá recordando que he tenido la suerte, o la desgracia, según se mire, de ver a mi padre no sólo como a un padre, sino también como un ser humano.

Un ser humano, independiente, con sus anhelos, con sus sentimientos al margen de una familia a la que cuidar. Con su historia personal, sus viajes y aventuras. Con sus limitaciones, sus errores, sus fracasos y sus penas, pero también con sus éxitos, con las cosas que hizo bien y supo transmitirnos, y con las que no acabamos nosotros de comprender. Con sus sentimientos a flor de piel y sus miedos, que no supo ocultar y que todos compartimos.

Un ser humano con sus decepciones, entre las que me incluyo yo misma, que no acabé nunca de superar las expectativas que sobre mí depositó, muy altas, quizá, pero justificadas, al fin y al cabo, era yo su hija mayor.

Con sus buenos y malos momentos, con su enseñanza de la vida, arrastrando de su cuello como si de una piedra se tratara y como tenemos todos, los que de una manera u otra, tenemos un bagaje, una maleta llena de experiencias que transportar en cada uno de nuestros viajes.

Un ser humano al que admirar, envidiar o compadecer, según la ocasión.

Y un padre también.

Un padre de esos de toda la vida, a la antigua usanza, que nunca supo cambiar pañales como hace ahora mi marido o mi cuñado, ni llevarnos al médico pues para eso estaban las mujeres, su mujer. Un padre que nos enseñó a montar en bicicleta y se inventó el “un, dos tres, cuatro, cinco,” para que aprendiéramos a darle besos, para demostrarle nuestro cariño. Que se tiraba al suelo a cuatro patas para que nos subiéramos encima, y fuera por un rato, nuestro “burrito cosquillero”.

Un padre que no estaba nunca, porque tenía que trabajar, y al que recordamos, especialmente por sus broncas.

Porque es verdad que nos regañaba mucho y nos castigaba en el sillón del salón con los brazos cruzados. Y también que, le esperábamos temerosos, que viniera de trabajar.

Pero, todos, los cuatro, esperábamos siempre estar un rato con él, contarle nuestros secretos, o que nos hiciera un poco de caso. Que estuviera contento y nos llevara en coche a la Casa de Campo o al Retiro con el abuelo Miguel. Queríamos contarle nuestros descubrimientos y que nos comprara unos patines. Nos encantaba escuchar sus historias antiguas, como aquella en la que se subía por los cuarterones de la puerta de su casa de Toledo para darle a la aldaba para que su padre le abriera y lo perdonara, cuando lo echaba de casa por ser malo.

Un padre que en ocasiones, se entretenía en contarnos historias sobre las estrellas, calzarse unos patines de hielo, y caerse detrás de nosotros en la pista, si íbamos demasiado deprisa para él.

Un padre más que extrañado por nuestras andanzas de niños, por nuestras ocurrencias y diabluras, con una bronca preparada si llegaba la ocasión. Otras sin embargo, se quedaba sin palabras, superado se hallaba por situaciones que nunca imaginó que viviría con sus hijos adolescentes, que cada día entendía y conocía menos, como todos los padres de su generación.

El padre que ahora, con el pelo blanco y los ojos rodeados de arrugas, aún seguía siendo el Pater Familiae, sentado su sitio del sillón del salón, mirando atento la pantalla a través de sus gafas. Sin saber nosotros muy bien si estaba contento, pues no es de sonrisa fácil, o si lo ha pasado bien en un día tan importante como hoy.

Mientras tanto, a su lado, mi madre era quien se aguantaba las lágrimas, y nosotros cruzábamos los dedos para que no supiera ver los muchos errores cometidos, como siempre hemos sentido los cuatro, creo yo, ante nuestro progenitor pelín exigente, por no decir que ha sido algo duro con nosotros.

Con setenta años, con lo más importante de la vida, ya vivido, a su manera. Con muchos objetivos conseguidos y con pocos sueños no cumplidos, aún hay espacio para unas cuantas imágenes que acercan un pasado, un te quiero papá a veces no pronunciado (porque los seres humanos bien tontos somos con las cosas más importantes) y un abrazo de su nieto, un poco interesado, pues en el fondo está esperando que al menos el abuelo le compre ese coche que quería de la juguetería, que no ha sacado a sus padres.

Una comida robada al tiempo, un encuentro alrededor de una mesa, un gracias que no te sale de la garganta, y sobre todo, papá, todas esas palabras que no encuentro y no están aquí y eso que he intentado juntarlas, para que salga algo decente en este pequeño homenaje que quisiera hacerte hoy.

Por último, recordarte que, has vivido ya toda una vida, pero queda mucho todavía, incluso es posible que quede lo mejor. Los humanos nos empeñamos siempre en creer, que es así.

De momento, muchas felicidades. Que cumplas muchos más, que todavía queda mucho por vivir, y se nos hará cuesta arriba el día a día, aunque, luego, nos parecerá a todos, un suspiro de tiempo...

Tu hija mayor.

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¿YO?. YO, QUE SOY CARNE DE DIARIOS ESCRITOS A PLUMA Y RATÓN DE BIBLIOTECA. YO, QUE ANTES DE BUSCAR UN DATO EN EL GOOGLE, SOY CAPAZ DE REVOLVER LA CASA ENTERA PARA ENCONTRARLO EN MIS LIBROS...
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PUEDE PARECER FRÍVOLO O IRREVERENTE, PERO CON MIS CUARENTA AÑOS, ME GUSTARÍA PENSAR QUE AÚN PUEDO APRENDER ALGO DE LA AVENTURA DE VIVIR.
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