jueves, 18 de agosto de 2011

El eco de los Templarios.

Juana miró hacia la lejanía con la mirada melancólica.
Sus informadores le habían dicho que su las huestes de su hermano Rodrigo se acercaban al galope por lontananza. Se dirigían sin duda hacia el castillo donde ella aguardaba serena.
Sabía que venía a reclamar sus derechos de sucesión y que no escatimaría en prendas contra ella con tal de que volviera a ser suyo.

No es que estuviera excesivamente preocupada. Confiaba en sus caballeros, el castillo tenía sólidas resistencias y las almenas podían albergar lo menos dos centenas de lanceros. Por si eso fuera poco, tenía el beneplácito de los Reyes y el apoyo incondicional de los señores de Castilla.
El origen de su preocupación era más bien una cuestión de conocimiento de su propio hermano. Su carácter y sobre todo de tozudez, le eran de sobra conocidos. Rodrigo no se rendiría, no acataría órdenes de nadie, ni siquiera de a quienes había prometido rendir vasallaje.

Por sus venas corría ese tipo de sangre que ansía ser derramada por el honor y la gloria de quien sabiendo que la causa bien lo merece, es incapaz de serenar su cauce.
Era sangre templaria, o al menos eso le habían dicho su entendimiento y también sus pesquisas. Juana no había escatimado en medios con tal de entender a su hermano, pero no estaba del todo segura. Y si bien su fiel ayuda de cámara, Sancho, le había espiado, nunca había sabido con certeza si estaba en lo cierto.

Sancho la había informado de sus reuniones con cierta frecuencia. Rodrigo acudía siempre disfrazado, al amparo de las sombras y jamás hablaba con nadie de tales encuentros.
Si alguna vez ella le preguntó, su hermano había sabido responder con evasivas. Juergas entre compañeros, conspiraciones secretas para urdir algún plan de conquista o simples devaneos de caballeros, que no encontrando en sus esposas alivio, se lanzaban hacia barrios de fama probada con mujerzuelas ataviadas con picos pardos.

Juana no se engañaba. Si bien nunca pudo probarlo, su corazón le decía que su hermano pertenecía a una sociedad secreta. Alguna vez, siendo niña, recordaba haber oído alguna frase intrigante: Santo Grial, secreto escondido, Maese del Temple, cosas que no acababa de comprender porque sus mayores siempre decían que eran cosas prohibidas; pecado mortal.
Su padre una vez, cansado ya de su insistencia, quiso curarla de su delirio confesándole que el Rey no permitía ya semejante órden.

Estaba en lo cierto su progenitor. Prohibida desde antaño en Castilla, los monjes guerreros se habían desperdigado por la estepa si no habían acabado muertos.
Pero, Juana sospechaba que seguían existiendo en la sombra. Que aunque en las crónicas y manuscritos se insistía en que se habían disuelto, la órden del maese Rodrigo Yánez, que entregó el castillo donde vivían ahora su familia y descendientes, los nobles Osorio, no había desaparecido del todo.

Fue en el siglo XIV, un siglo antes de que Juana mirara aquel atardecer por la ventana, pero aún escuchaba el eco de aquellos lamentos.
Desde la ventana de la Torre del Homenaje, viendo la villa de Ponferrada apagar sus velas y empezar su jornada de sueño, escuchaba el susurro del viento, que aún lloraba la muerte de aquellos hombres santos que prefirieron morir que entregar su secreto.

Rodrigo Yánez le susurraba al oído que jamás se rendirían, que jamás aceptarían el chantaje de la iglesia y mucho menos de la mano ejecutora que sacaría provecho.
Juana apenas podía entender a qué se refería Rodrigo, que curiosamente, tenía el mismo nombre que su hermano.
Pero, sentía con violencia su tozudez, su insistencia. Intuía en su alma blanca y pura que nada era más importante que mantener un secreto, luchar por lo que se desea y morir si hace falta en el intento.
Era escalofriante recordar las palabras de su propio hermano.

Quizá su hermano no quería el castillo como ella suponía. Deseaba desentrañar un secreto, algo oculto, escondido, enterrado desde antaño para no ser descubierto.

Juana, que teniendo fama de bruja entre sus familiares, demasiado ciegos para comprender que una mujer también tenía la facultad de pensar con la cabeza, supuso, mirando el astro brillante claudicar a su suerte diaria, que su morada debía ser interesante en más de un sentido.
El lugar donde había nacido y crecido, corrido y jugado con su hermano, escondiéndose de sus mayores, albergaba algo más que viejos libros, vestiduras de Templario y la crónica de aquellos caballeros monjes. Aquellos muros descoloridos y fuertes, que habían soportado más de un asedio, escondían el eco de voces que había silenciado el tiempo, secretos que no debían ver la luz.

Quizá su hermano sí sabía de qué se trataba, o quizá todavía no, pero presuponía que era extremadamente importante.Quizá por ello se había enfrentado a reyes, a voluntades paternas e incluso a ella misma. Y necesitaba entrar en el castillo, recuperar su identidad perdida. Recuperar ese secreto le llevaría por el camino recto hasta conseguirlo.

Rodrigo no se detendría, no dejaría de luchar, no claudicaría hasta la muerte, resolvió viendo aparecer a los primeros caballos ondeando el pendón de su familia.

El capitan de la guardia estaba esperando a su espalda. Había olído su fuerte olor corporal antes de escuchar sus palabras.

-Milady, todo preparado. Esperando que dé la orden para prestar batalla.

Juana tragó saliva un segundo antes de darse la vuelta.
Incomprensiblemente no era capaz de pronunciar palabra.
El capitán iba a volver a hablar cuando Juana pronunció una frase incomprensible.
-No opongan resistencia. Que un emisario traiga a mi hermano al castillo para parlamentar.
-Pero, señora, ya hemos agotado todos los cauces diplomáticos, su hermano no querrá pactar nada más que la derrota incondicional del castillo.

Juana lo sabía de sobra, su hermano había querido siempre ese Santo Grial que por una razón u otra, creía emparedado entre los muros del castillo.
Ella nunca había buscado tan grande honor o tan osada prebenda, quizá su vida carecía de gran sentido por ello.
-Déjenle entrar, yo hablaré con él por última vez...

Las crónicas de la época, hablaron de un asedio que sin cobrarse víctimas, rindió el castillo de Juana de Osorio. En su lugar, su hermano Rodrigo ocupó la plaza durante meses.
Dicen que su victoria no tardó en vengarse. Los Reyes Católicos no pudieron permitir que su dueña legítima no cumpliera la voluntad de su verdadero señor y le fueran devueltos sus bienes, como Dios manda.
De Rodrigo nunca más se supo. Si acaso fue visto, en tierra Santa sería el sitio donde seguramente habría encontrado lo que había ansiado toda su vida. Su ansiado Santo Grial.

2 comentarios:

Tío Eugenio dijo...

Bien, bien, ya veo que volvemos a la literatura. Me alegro. Parece que sea lo que sea lo que buscara, en el castillo no estaba. Pero ya sabes que los hombres no saben buscar bien, son unos inútiles ¿Porqué no lo buscaba Juana, entonces?
Ug

azaria dijo...

El santo Grial, querido Tio Eugenio, es y a sido siempre, cosa de HOMBRES.
Las mujeres siempre hemos sabido que no hay nada que renueve más al espíritu como una buena tarde de compras o una comida cotilleando con las amigas...
jajaja.
Creo que Juana tenía ya ese tesoro, y desde luego, no estaba dispuesta a morir por él. Hasta ahí podíamos llegar;)

HOLA A TODOS, CUARENTONES Y DEMÁS ANIMALES...

QUERIDOS CIBERNAUTAS.
CONFIESO QUE ME HE LANZADO SIEMPRE A LAS MÁS TREPIDANTES AVENTURAS. HOY EMPIEZO OTRA, QUE PARA MÍ ES DE LO MÁS INTERESANTE Y ARRIESGADA: ESCRIBIR MIS IMPRESIONES Y MI VIDA POR INTERNET.
¿YO?. YO, QUE SOY CARNE DE DIARIOS ESCRITOS A PLUMA Y RATÓN DE BIBLIOTECA. YO, QUE ANTES DE BUSCAR UN DATO EN EL GOOGLE, SOY CAPAZ DE REVOLVER LA CASA ENTERA PARA ENCONTRARLO EN MIS LIBROS...
SIN EMBARGO, AHORA QUE ESTOY YA EN EDAD DE MADURAR, AHORA QUE HAY QUE IR CON LOS TIEMPOS Y QUE PARECE INEVITABLE EL DECLIVE, BUSCO UNA MANERA DE ENTENDER LA REALIDAD, UNA ALTERNATIVA A DEJARSE LLEVAR POR LO INEVITABLE.
PUEDE PARECER FRÍVOLO O IRREVERENTE, PERO CON MIS CUARENTA AÑOS, ME GUSTARÍA PENSAR QUE AÚN PUEDO APRENDER ALGO DE LA AVENTURA DE VIVIR.
COMO OS DIGO, DISPUESTA A LOS CUARENTA Y A LOS QUE ME ECHEN...